Muchas veces me he puesto a pensar—parado en frente de los parlantes y con una bebida en la mano—que si Jesús decidiese descender esta noche, seríamos, sin lugar a dudas, los últimos en enterarnos.

Las esquinas nunca fueron un mayor dilema para mi. Desde ahí, Marcelo y yo tuvimos siempre la oportunidad de observar y sonreír con algunas de vez en cuando. Las perfectamente imperfectas chicas purpurina—como a mi me gusta llamarlas. Sus antifaces, sus miradas subliminales y sus corazones blindados, sus tacos altos y sus carteritas que nunca divulgan algo acerca de ellas.

Miro el reloj, y ya han pasado cuarenta minutos después de la una de la mañana. Al levantar la mirada, veo que nadie se ha salvado de las invisibles redes de la vanidad y el alcohol. Han caído—sin previo aviso—sobre nuestros cuerpos nocturnos y movedizos.

Las miradas, las palabras y las caricias de pronto ya no son ajenas. Los roces se vuelven más gruesos y bruscos. (esto no es un supermercado así que no espero que alguien voltee a disculparse conmigo) De nuevo apoyo mis labios ya torpes y virtualmente inexistentes en el vaso. De ella solo se deslizan unos cuantos cubitos de hielo. (mejor le pido al cantinero otra antes que alguna chica me vea sin bebida)

Me pregunto tambien—mientras saco un dinerito de la billetera y veo todas esas propinas tiradas sobre la mesa del cantinero—cuantos chicles podría comprar de un niño de cinco años quien vive por las calles de Asunción. Cuantos libros podría comprar yo para mi colección. De claro no sería suficiente para la matricula de mi universidad, pero si para unas entradas en los cafés de New York. Ahí donde los poetas van sin aviso y sin cuadernos.

Y asi finalmente introduzco la mano
entre los cuerpos
y le paso al cantinero unos dolaritos
a cambio de un tequila sunrise.
(un intercambio justo creo yo)

Ni se lo tengo que decir.
El cantinero sabe muy bien
como a mi me gusta mi bebida;

un poquito de hielo, un sorbete
y olvido, mucho mucho olvido.