Estaba frente a todos sus libros, si, todos sus libros. Era de noche, negro como tinta china. Tenía fiebre y un dolor en todo el cuerpo, como si tuviera clavitos en sus nervios. Sudaba bastante, y no por el calor, sino por los antibióticos que había tomado para su fiebre. Todo era doloroso, hasta que vio su máquina de escribir y sonrió un poquitín, pensando que sólo allí encontraría la fuga a todos sus dolores. Se sentó, puso papel en la máquina y cuando empezaba a escribir se dio con la sorpresa que no salía nada en el papel. Se sorprendió, revisó si tenía cinta la maquina, y sí, sí la tenía... Continuó escribiendo pero no salía nada en la hoja. Se paró y todos los dolores volvieron a él. De pronto sintió como unas ganas de salir y conversar con alguien, con quien sea, así que se puso algo bastante grueso, unos lentes oscuros y salió a la calle.
El clima estaba frío, había llovido, y el viento aún no dejaba de soplar. Vio como todas las hojas de los árboles bailaban como hadas madrinas, sonrió por esa ocurrencia. Respiró profundo y dio sus primeros pasos en la calle, luego, aumentó la marcha hasta que se dio cuenta que estaba corriendo, y corriendo como si alguien lo estuviera siguiendo... Extrañamente los dolores empezaron a abandonarle, como si se hubiese escapado de una pesadilla... Paró y vio frente a él un restaurante abierto. Miró su reloj y ya eran pasadas la media noche. Entró y pidió una taza de café. Se lo tomó de un sorbazo, se sintió mucho mejor, y cuando ya iba a salir vio a un hombre que se acercaba para pedirle unas monedas. Era un mendigo. Le dio unas cuantas monedas y cuando ya estaba por salir del café escuchó como un sentimiento lo jalaba del brazo para que le diese el saco que usaba al mendigo. No lo pensó más y le entregó su saco al pobre miserable. Toda la gente que estaba en el café lo miraron, y una señora hizo lo mismo que él, es decir le entregó unas monedas y una chompa que cargaba en el brazo. Al ver esto, todos los que estaban en el café hicieron lo mismo. El hombre se dio media vuelta y salió de aquel extraño lugar, en dirección a su casa...
Prendió las luces de su casa y sin saber cómo, todos los dolores volvieron a morderle sin piedad... Ya se iba a tomar más pastillas cuando escuchó el sonido del timbre de su casa. Miró a través de la ventana y vio que era otro mendigo. Sonrió. Bajó hasta llegar a la puerta, la abrió y le miró a los ojos al mendigo... No escuchó nada de lo que le decía, pero este hombre en un acto muy extraño, le entregó las llaves al mendigo. "Es tuya", le dijo. Le apretó las manos y salió de aquella casa... Y mientras se alejaba todo los dolores empezaron a esfumársele, y como si fuera un niño empezó a correr sin parar por la calle...
San isidro, marzo de 2006
|