I
No hubo gritos, ni fuegos, ni humo. Nada de aspavientos innecesarios. Sólo una cara de pocos amigos, dos colmillos fugaces y una mirada roja que se extinguió en la paz del reposo de la muerte.
Se dejó llevar por la emoción. Abrazó al cadáver como si fuera su osito de peluche, con la angustia de la derrota y de la pérdida definitiva. No contó el tiempo, pero se separó cuando el cuerpo comenzó a evidenciar la descomposición. Después tomó el telefóno.
II
Abelardo Márquez tuvo que caminar dos cuadras, miró hacia el cielo y maldijo por lo bajo, luego un par de piernas bajo una minifalda llamaron su atención Lanzó un guiño y un beso que fueron correspondidos con una mirada fría.
Una taquería lo tentó, pero decidió posponer el buche y la nana. Llegó al edificio, saludó a un guardián y entró. Llegó hasta una gran sala de paredes blancas cubiertas con azulejos.
Se acercó a un hombre con uniforme blanco, debidamente manchado y raído, que comía una torta detrás de un escritorio. El hombre lo miró con desprecio.
-¿Qué hace por acá, Márquez? –preguntó.
-Vengo a buscar a una amiga, creo que murió ayer en el hospital.
-¿De qué estaba enferma?
-Era enfermera. Tengo entendido que murió de anemia galopante, producida por una herida algo grande en el cuello.
-¿Degollada? –preguntó el hombre de la torta con un ligero levantamiento de la ceja izquierda.
-Exacto- respondió y le puso un billete encima de la torta.
El de la torta se levantó con trabajo.
-Hueles la muerte- comentó como de paso.
Ambos caminaron por un pasillo hasta otra sala; los dominios del de la torta. Este jaló una gaveta del frigorífico. En la gaveta se encontraba una muchacha como de 26 años de edad, desnuda, blanca, un poco gorda. Parecía muy alegre, tanto así que la boca no le alcanzaba para sonreír y tuvo que recurrir, con poca ortodoxia, al cuello.
-¿Que le parece? Preciosa, ¿no? –preguntó el hombre de la torta (masticaba el último bocado).
-Pues no fue una mujer muy agraciada- respondió Márquez, que presumía de buen gusto para las mujeres.
-Me refiero a la herida. Mírela, no fue hecha con una navaja, que es lo usual.
En efecto, la herida era irregular y abajo de la misma se veían pequeños cardenales.
Márquez hizo algunas anotaciones.
-¿Has recibido otras preciosidades similares en los últimos días? –preguntó. Y sus palabras estuvieron acompañadas por un billete, que desapareció con asombrosa rapidez entre las manos del de la torta.
-Otros dos, un hombre también degollado y una mujer destripada, pero ya se los llevaron:
III
Márquez entró en el hospital con la felicidad que pueda brindarle a un hombre cinco tacos de nana, tres de cachete, cuatro surtidos, una orden de cebollitas y dos cervezas frías. Pensó en la necesidad de comer algo luego de su tentempié.
Se cruzó con una enfermera con suficientes curvas para atraer su mirada y esquivó la bofetada. Al parecer a la enfermera no le gustó la nalgada que le propinó Márquez. El, por su parte, no se sintió desairado; también presumía de su enorme fealdad.
Entró al elevador. Una muchacha lo miró con coquetería, pero era casi tan fea como el propio Márquez, así que éste le dirigió una discreta seña ofensiva, suficientemente clara para que la muchacha lo odiara durante unos minutos.
En el tercer piso caminó por un pasillo en penumbra, hasta llegar a la oficina del jefe de piso, Márquez no se molestó en llamar a la puerta. Tampoco se sorprendió por el regaño del médico. Fue al grano.
-Hubo una muerta en este hospital y en este piso –comentó como si hablara del estado del tiempo.
El médico guardó silencio unos segundos. Mientras tanto, observó con la molestia del caso a su interlocutor. Se acomodó los lentes, cruzó los dedos de las manos (no podía hacerlo con los de los pies) y habló.
-No una, señor; aquí ha muerto mucha gente, así suele ocurrir en los hospitales...
-Pero no siempre mueren degollados.
Nuevo silencio.
-Es menos regular, continuó Márquez, que mueran degollados por una garra.
El médico sólo atinó a hacer una pregunta:
-¿Usted es policía?
-Primero perro –se apresuró a responder Márquez.
-¿Periodista?
Insisto en lo de perro.
-¿Entonces?
Márquez sonrió, guiño un ojo, sacó una tarjeta que entregó al médico y, a media voz:
-Soy detective privado.
El médico pareció descansar ante la confesión, y soltó la sopa.
IV
En la calle, un par de pechos que oscilaban alegremente al avanzar lo hicieron olvidar momentáneamente su trabajo; cuando lo recordó escupió al suelo y se prendió un cigarro. Además decidió hacerse una puñeta, cosa que aplazó para un tiempo más propicio.
Se detuvo ante un teléfono público.
-Habla Márquez –dijo cuando escuchó una voz femenina del otro lado.
-¿Ya sabe quién fue?
-No, pero lo imagino. El caso es muy raro, pero mañana tendré la respuesta. Por lo pronto necesito dinero para unos gastos.
Quedaron de acuerdo y colgó
Decidió hacer tiempo y caminó sin rumbo, pero sus pasos lo llevaron a la Alameda. Se sentó junto a una muchacha en minifalda, que se retiró cuando él le propuso hacer el amor ahí mismo.
V
El tercer plato de pozole tuvo que esperar. La primera cucharada iba en camino de su boca cuando fue detenida. El hombre, enormemente gorda, se dejó caer pesadamente en la silla frente a Márquez.
-Tengo algo bonito, más bonito de lo que te imaginas –le dijo en voz baja.
-¿Cuánto? –preguntó lacónico.
-Diez mil.
Márquez lo contempló con desprecio (un poco por técnica y otro porque realmente lo despreciaba), luego le escupió:
-¡Tas pendejo!
El gordo no pareció ofendido e insistió:
-Es lo que buscas. Diez mil o ni madres.
Márquez se encogió de hombros. Y entonces sí, comió la primera cucharada de pozole.
-¿La quieres o no? –insistió el gordo.
-¿Por diez mil? Ni madres.
Se trataba de la vieja técnica de Márquez para regatear, pero esta vez no le funcionó. Finalmente terminó dejando el dinero sobre la mesa, en cuyo lugar, luego de un rápido movimiento del gordo, quedó un voluminoso sobre amarillo.
-Si no me sirve te busco –advirtió cuando el gordo se retiraba.
Ya sin el gordo terminó alegremente su pozole, cinco tostadas de pata, dos quesadillas y cinco cervezas.
VI
Decidió estar solo en su casa justo cuando estaba a punto de cerrar el trato con Rocío, una meretriz sin muchos prejuicios sobre la belleza.
Retiró los platos de la mesa con un empujón y sobre la superficie colocó el paquete. Ya sabía lo que encontraría en su interior, pero igual se apresuró a abrirlo. Miró las fotografías, releyó la nota en el recorte del periódico, analizó el acta y maldijo en silencio.
VII
No tuvo que soltar muchos billetes para que lo dejaran hablar con Artemio Gutiérrez. Márquez no se llevó ninguna sorpresa al ver su expresión de derrota. Le bastó una mirada para que saliera el guardia del cubículo.
No hubo preámbulo y Márquez soltó la pregunta:
-¿De qué estaba enferma Verónica? ¿Por qué la mataste por piedad? ¿Fue por piedad o por miedo? ¿Ella estuvo de acuerdo?
Artemio no contestó y Márquez repitió las preguntas
- No tiene caso- murmuró.
-A lo mejor sí- repuso.
Finalmente consiguió que hablara.
Cuando salió, Márquez andaba más paranoico que de costumbre. Luego de estremecerse un poco, se llevó la mano hacia la Taurus, pero no se sintió mejor.
VIII
Márquez empujó el sobre hacia la mujer.
-No hay duda, dijo, aquí están las pruebas.
-Así que Verónica Trujillo fue la asesina. Ese Artemio Gutiérrez debió ser el cómplice.
-No hay evidencias y sí muchas dudas –respondió Márquez. –En dado caso, la mujer no actuaba en pleno uso de sus facultades; su enfermedad es degenerativa, atacó sus extremidades y su cerebro. En fin, deposite el dinero en mi cuenta.
Sin agregar nada se levantó y salió.
IX
Leyó de nuevo aquella nota. El político fue asesinado en un motel de la calzada de Tlalpan. No se le vio entrar con nadie, pero debió estar acompañado. Volvió a estremecerse. Estaba seguro que Verónica no fue la asesina. También sintió que no había mentido: el político murió asesinado por una mujer (¿mujer?) con la misma enfermedad (¿enfermedad?) que Verónica, y esa otra estaba suelta. |