Un día de junio,
bajando aquel puente,
no pude dejar
de observarte.
Tu frágil silueta
se le antojó
a mi alma.
Pasado el tiempo
cuando ya no eras
siquiera recuerdo
descubrí, comprando,
que me atendías.
Pendientes, tus pupilas
trasmitían tanta pena
que quise consolarlas.
No obstante, el tiempo
relegó este impulso
al olvido.
Siguiendo su curso,
en el camino
de la vida,
un día cualquiera,
en Octubre,
mi alma herida
buscó a una extraña
con la que hablar
y, sin saberlo,
se hilaron
nuestras vidas.
Una noche conversando,
la casualidad me llevó
a imaginar
que la forma
que fascinó
a mis sentidos
te pertenecía.
Busqué, un sábado,
entre la multitud,
los claros rasgos
de una pobre descripción
que, junto
a mi desorientación,
hacían difícil
la árdua tarea
de hallarte.
Por suerte, tus ojos
se fijaron en mi
mucho antes.
No podría explicarte
lo significativo
que me resultó
el instante
en el que tu sonrisa,
cómplice de la mía,
paró el segundero
al reloj del corazón.
Ruborizada,
rumbo a casa,
envuelta en lo mágico
del encuentro
de nuestros ojos,
pesé que no eras
y, sin embargo,
esperanzada, ansiaba
estar frente a frente
y, que ese rostro
que vulneraba
a la hojalata
de mis entrañas
te perteneciera.
A media noche
qusiste romper
el hechizo quedando;
deseaba verte
pero fui incapaz
de rasgar el encanto.
Reconozco que huí,
a sabiendas
de que me limitaba
la cobardía.
Las horas pasaban...
Me mandaste un mensaje
y, a partir de este,
intercambiamos renglones
el resto de la noche,
logrando, pese
a la lejanía, encontrarnos.
(Curiosa preguntaste
si acaso había
logrado visionarte)
Guiando el corazón
a mi mano
te conté la ternura
que me inspirabas.
(Durante una milésima
tuve la certeza) |