Podría ser que no muchos se hayan dado cuenta, o quizá la situación no otorga tiempo para distracciones rápidas o superfluas, o quizá sea que el dolor emocional no permite razonar sobre la causa del dolor físico, o simplemente: a quién le importa. Pero vale reparar un momento sobre ese acto tan natural, reaccionario y emocional, tan socialmente mal atribuido y casi hasta reservado únicamente para las mujeres –una muestra más de ese intento forzado por parte de fuerzas eunucas por deshumanizar al hombre-, que logra dividirnos constantemente alterando nuestros roles y posturas: unas veces somos quienes volteamos el rostro producto del impacto de una palma firme, otras veces volteamos el rostro por vergüenza. Es el acto que quiebra las discusiones, y genera episodios violentos, o trágicos, o patéticos, o amargos, o todos, pero que en cualquier caso incorpora ese aliciente de trasgresión, de malo, que a su vez resulta bueno, desahogador, e incluso, si se le quiere, puede vérsele por ahí obrando de educador. Porque claro, según el canon de la educación a ultranza: una cachetada bien puesta y en el momento preciso: corrige. ¿Qué padre no se amparó nunca en esta regla?
Sé de hombres que se hacen la manicura pues les satisface el borde blanco vitamínico en uñas discretamente sobresalientes de varoniles manos. Sé que los soldados romanos se depilaban las piernas la noche previa a una batalla. La élite de hombres franceses del siglo XVIII usaba peluca y maquillaje. Los escoceses usan falda. Los rusos se saludan en la boca. No me complace tener que limitar mis oportunidades de degustar tan somero recreo, a esperar ser padre y entonces corregir con cachetazos, o cura para bautizar celestializando con bofetadas, o en algún plano más surrealista: ser mujer. No. No me parece que se me impida ejercer tan interesante medio sin que mi virilidad corra algún peligro social. Muchos de nuestros maestros de la vieja escuela, de la que la letra entraba mejor con sangre, murieron porque prácticamente los volvieron mancos. Parece que ahora se pretende mutilar a todos los hombres sin distinción de oficio.
Delante de la historia, abriendo el paso, los cachetazos han sobrevivido a guerras, persecuciones, modas, restricciones, creencias, y la peor de sus plagas: la ética sexista. A la mujer no se le pega ni con el pétalo de una rosa, y hombre que lanza cachetadas: maricón. Sobre la primera no hay mucho que comentar: que la ejecuten los caballeros. Sobre la segunda sí hay mucho para objetar. Con ella se pretende que sean sólo las mujeres las que puedan salivar del goce inopinado, y enseñorearse egoístamente con toda la magnificencia que la acción de esta agresión recrea. No resulta justo para los que no desean ser confundidos con MARICONES. Crea una paradoja el resultado antagónico del efecto causado por una cachetada dependiendo de quién provenga. Una mujer resulta más mujer si las utiliza con sabiduría, y un hombre siempre será menos hombre no importa el uso que les dé. ¿Acaso el soldado romano era considerado menos hombre por el detalle de sus piernas en los campos de batalla? Por qué habría de serlo entonces un hombre que lanza bofetadas a quien le plazca. Si se aboga por la igualdad, me parece que es aquí donde se debe empezar. Las cachetadas deberían valer igual tanto para mujeres como para hombres. Es una tontería tildar de maricón a un hombre que comete tal vez el acto más sobrio de la especie: golpear con clase.
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