El tiempo sigue su andar. El reloj marca las 9:07. La luna llena parece alumbrar la eternidad. La brisa deja llantos de esperanza. Algunos rayos rosas caen, benevolentes, sobre el ventanal del departamento cuatro, del edificio quince, de aquella colonia de Iztapalapa.
Aquí, dentro de la luz y la oscuridad, se encuentra Juan. Él ahoga sus penas en compañía de un pomo de mezcal. No ha llevado alimento a sus labios. Su estómago está cargado de alcohol, tabaco y malestar. Está furioso porque María, su esposa, aún no llega de la fábrica.
Juan tiene 27 años. Aún es joven, pero hace mucho que perdió las ilusiones y su empleo. No tiene estudios, los cambio por cerveza y cigarros de fantasía. Ya es costumbre, Juan se emborracha todos los días del año, asegura que así olvida que es un bueno para nada.
Le gusta beber todo aquello que lo lleve a un mundo de magia. Siempre que el hechizo del alcohol lo seduce, imagina que vive en un lujoso departamento de Polanco. Imagina que el zarape, que le sirve de lecho, es una cama de agua. Cree que las almohadas, que simulan ser sillones, se convierten en una ostentosa sala cubierta con pieles de alce.
Así es Juan sol tras sol, luna tras luna. Vive en un mundo de fantasías, mismo que se desquebraja con el llanto de Pepito, su pequeño hijo de tres meses. Pepito llora para anunciarle a Juan, la hora del cambio de pañal o el momento de disfrutar el líquido caliente que sale del biberón. Pero hoy es diferente, Pepino no ha cesado su llanto desde el instante en que su madre le dio aquél beso de despedida.
Entre trago y trago, Juan ha hecho todo lo que está de su parte para que Pepito se calme. Todo ha sido en vano, el bebé ya se encuentra ronco y desesperado.
Juan está harto. Respira hondo, toma un trago directamente de la botella y abandona al niño, prefiere seguir viajando al vaivén del mezcal. Imagina que el llanto de su niño es una alegre melodía. Al fin y al cabo, María no tardará en llegar. Así que espera la hora en que su esposa abra la puerta, deje algo de comida y lleve dinero a casa, así podrá comprar un garrafón de aguardiente.
Sin motivo, algo pasa por su mente. Lanza injurias al viento. Le molesta que sólo pueda llenar un vaso de crema, con los residuos del mezcal.
Con las blasfemias. Pepito, asustado, llora con mayor fuerza. Juan grita. Pepito no obedece. La sangre hierve en el interior de Juan. El calor sube a su cabeza. Trata de calmarse. Da un sorbo a su bebida. Voltea hacia el ventanal. No hay cortina. Se talla los ojos y ve de nuevo. Afuera no todo es noche, también se encuentra una bella mujer, semidesnuda. No lleva ropa interior. Cubre su figura con una transparente seda negra. Tiene cabellos dorados y labios carmesí. Lo mira. Se toca y lentamente descubre un seno. Juan la ve detenidamente. Vuelve a tomar. Ella lo observa, le manda un beso con la mano. Lo invita a salir.
Nervioso, con el corazón palpitante, Juan bebe lo que sobra de su vaso. Se limpia lo que escapa de sus labios con la mano izquierda. Se peina. Baja su bragueta... desesperado, ansioso, abre la puerta. Sale tambaleante a la calle. Voltea hacia un lado. Mira al otro. No ve a nadie. No hay ningún alma vagando bajo la inmensidad. Grita. Nadie lo escucha. Se agarra la ingle. Grita de nuevo... tal pareciera que la Venus nocturna se desvaneció en el umbral.
Derrotado, Juan regresa al departamento. Azota la puerta. Se acerca a la mesa y arroja el pomo al suelo. Pepito llora. Juan grita. Golpea la mesa. Voltea y está ella sobre los cojines. Ella lo contempla. Le habla sin hablar. Sube su túnica. Se toca el fruto prohibido. Juguetea, en la boca, con uno de sus dedos. Juan salta sobre ella. No hay nadie. Parece un espejismo.
Furioso, Juan golpea la pared y sangra sus nudillos. Pepito llora en el interior de una vieja caja de huevo. Juan entra lleno de rabia a la habitación del niño. Prende la luz y Pepito calla. Voltea y ve a ella cargando al bebé. Lo acaricia con ternura. Pasa su mano por la entrepierna hasta colocarla, de nuevo, en su seno. Lo saca delicadamente y lo lleva a la boca de Pepito. Ella jadea mientras el niño extrae el néctar de su piel.
Ella se despoja lentamente de su vestimenta. Humedece sus labios. Lleva sus dedos hasta la cabellera que florece en la bragadura de su cuerpo. Juan limpia la saliva que sale de su boca. Se mancha de sangre. Impaciente, observa que ha llegado al éxtasis. Su cuerpo se ha puesto rígido y firme como un roble. Se acerca lentamente a ella. Toma a Pepito por la cabeza y lo lanza sobre una de las paredes de la habitación. Toma el pecho de la dama y lo succiona. Con rabia, introduce sus dedos por la puerta sensual de la rubia.
Pepito llora. Ella desaparece. Juan enloquece. Rompe el cristal de la habitación. Toma un trozo de vidrio. Camina. Patea al niño. Pepito llora, pide ayuda. Juan pisa su cabeza. No deja de llorar. Vuelve ha patearlo. Juan dibuja una sonrisa en sus labios. El niño lanza un grito desgarrador... por fin cesa. Juan se agacha y descubre que el rostro de Pepito cambia por la cara de ella. Le quita la ropa y funde su cuerpo al suyo. Limpia su sudor y clava la estaca al corazón del niño.
El silencio reina el ambiente. El reloj marca las 9:37. María abre la puerta. Habla. Nadie le responde. Ve el suelo. Se marca un camino con gotas de sangre. Se asusta. Grita. Llama a Juan. No responde. Sigilosamente camina hasta la habitación. El camino parece largo. Llega con miedo. Descubre al niño tirado en el suelo, sin ropa, cubierto de una espesa agua púrpura. A su lado, Juan duerme.
María toma a Pepito entre sus brazos. Sale del apartamento con los ojos cubiertos por lágrimas. Grita. Salen vecinos, curiosos y un comandante. Llega la ambulancia y una patrulla. Sacan a Juan. Durante el recorrido, el judicial lucha contra la multitud que quiere lincharlo. Lo meten a la patrulla. Juan, desconcertado, voltea y ve a María. Derrama una lágrima sin sal.... una mano blanca sale del interior del auto. Va a su rostro y limpia la gota con un pañuelo negro. La mano se disipa.
Confundido, Juan sube el rostro y la ve. Ella abraza a María, mientras acaricia, amorosamente, el fallido cuerpo de Pepito. Lo ve. Sonríe. Simplemente se despide de Juan moviendo un pequeño pañuelo negro con la mano.
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