Gaby-gaby
La caída
Deambulaba yo confundida por ese laberinto de calles hasta que anocheció. Caminé por una calle llena de carros, gente, color y calor. Después había un camino con un letrero que decía: “Gracias por visitar Realidad. Vuelva pronto”.
“Buen nombre para una calle”, pensé, y caminé bostezando y bostezando…
Se me hacía tarde, pero no podía recordar para qué. La noche cayó sobre mí. Digo “cayó” porque hasta sentí que me golpeó la espalda. De hecho; todavía cargo un pedacito de noche atorado en mi tobillo. Nunca pude saber cómo se me pegó,¡Qué bien luce con sandalias negras!
Metí la noche en una cajita y pude ver mejor el lugar: pequeños arbustos lo cubrían todo, incluso mi cuerpo. Pronto no supe qué eran arriba y abajo, ni izquierda y derecha. Sentí que caía como una avalancha forestal. Revisé entonces la cajita de la noche y decía: “Este lado hacia arriba”, lo cual por suerte me devolvió la orientación.
En ese momento recordé para qué era tarde: mi novio me invitó a acampar en las montañas. Corrí y corrí tratando de salir de ese laberinto verde antes de que el deseo de quedarme allí por siempre se apoderara de mí. Ciertamente era un lugar hermoso con un olor a suave grama, perfecta, casi la sentía rozar mi cara.
Sin aliento cerré mis ojos, respiré profundo y me dije “No lo puedo creer”.
Al abrirlos me vi acostada en la tierra y oí a mi novio decirme: “Yo tampoco. Nadie aquí puede creer que no despertaras mientras rodabas por la colina”. Él y todos los demás montaron el campamento mientras yo soñaba en la colinita. Tal vez fue un minuto, pero sentí que caí durante horas y al despertar llena de grama, de tierra y de vergüenza le dije: “Definitivamente no sirvo para dormir al aire libre”.
Por cierto, el pedacito de noche sigue allí, ningún doctor puede sacarlo.
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Kanenas
En el laberinto de esas calles...
Habíamos salido del hotel, e íbamos como rebaño por las callejuelas de Venecia, detrás del paraguas rojo del guía. Me agaché para atar el cordón del calzado y al incorporarme ya no vi a mis compañeros. Pensé que no podían haberse alejado mucho, pero una marea de holandeses dizfrazados me fagocitó impidiéndome doblar en las primeras calles.
Perdí el sentido de la orientación. Continué deambulando confundida por el laberinto de esas calles, hasta que otro grupo, éste de personas silenciosas vestidas de negro, me arrastró en su andar rápido y decidido. Pensé que lo mejor era seguirlos porque seguramente iban a la Plaza San Marcos.
Me equivocaba, entraron en una iglesia... y yo con ellos. Cuando me acostumbré a la penumbra comencé a distinguir estatuas, bancos y columnas. Subimos una escalerita estrecha. En el lugar en donde se detuvieron había más luz y un gran órgano. Me di cuenta que me encontraba en compañía de los componentes de un coro. Recién entonces ellos me notaron,yo iba vestida de rojo y desentonaba como una nota falsa.
El director, dueño de los bigotes más absurdos que vi en mi vida, dijo algo con aire enfadado. Expliqué en inglés que no hablaba italiano. El joven que tenía a mi lado tradujo y me preguntó qué hacía allí. Le dije lo que me había sucedido; él tradujo. Todos rieron, también el director reía ahora y me indicó una silla , prometiendo que apenas finalizado el ensayo, alguien me acompañaría al hotel. Mi acompañante fue el joven tenor que hablaba inglés. Conversamos mucho durante el camino, y al despedirnos me invitó a ir esa noche a una fiesta de Carnaval. Salimos también las dos noches sucesivas.
Después de un apasionado intercambio de correspondencia, vino a visitarme a Londres; los laberintos de las calles de Venecia a veces desembocan en la felicidad.
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