ISLA NEGRA
Deambulaba confundida por ese laberinto de calles, hasta que a la vuelta de una esquina descubrió un sendero que bajaba sinuoso, dejando enterrado en la vereda el letrero que indicaba la casa del poeta.
Tantas veces oyó hablar de Isla Negra a sus amigos. Cada año, el Centro de Extensión Cultural Pablo Neruda de San Fernando, premiaba a los ganadores del concurso literario con un viaje hasta esa playa, llena de mar que no era sólo mar sino racimos y caracolas que no eran caracolas sino rosas y campanas.
Ya era miembro del grupo. Caminó presurosa el camino de tierra, haciéndose a cada paso el sueño más real.
Su corazón dio un vuelco al ver al pez rodeado de aros en lo alto de la casa, nublándose sus ojos con retazos de turbadora emoción.
El lugar frente a un mar que lo abarcaba todo, la llenó de una tibia pertenencia. Todo era Nerudiano en el entorno. Y ahora ella era poesía: “toda de trigo y toda de tierra”; era vino: “subiendo hasta las uvas desgranadas por el otoño errante” y era cebolla: “más hermosa que un ave de plumas cegadoras”.
Hasta los grandes pinos chascones ponían la nota de color al paisaje de arenas y de rocas.
La casa de botellas y caracolas, habló de la sencillez del hombre que caminó esos pisos de madera y frente al ventanal se bebió todo el mar con la mirada, para luego dejarlo con oleaje incesante sobre una hoja de desnudo papel.
Ese día vivió la casa desde el alma del poeta, sintiendo toda la nostalgia de madera de aquellos mascarones de proa.
Y frente a su tumba, al momento de partir, oyó con emoción la voz de Pablo rezándole al océano: “...abre tu caja verde y déjanos a todos en las manos tu regalo de plata: el pez de cada día, .....porque en nosotros mismos, está el pez, está el pan, está el milagro”.
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