Aunque era menor que yo, demostraba una madurez desmesurada. Esto, sumado a su belleza la convertía en una joven sumamente atractiva. Yo andaba en mi época de rebelde. Pelo largo, ropa que tenía hace años y ya ni siquiera combinaba, zapatillas gastadas, y una acidez digna de mujer vieja y amargada de noventa años.

La chiquitita, como cariñosamente le decía, era algo completamente opuesto. Delicada, femenina, sonriente. Su pelo tomado lucía húmedo aún y brillante como un diamante. Su alegría resaltaba sobre todo, incluida mi tristeza. Largas conversaciones en la misma banca de la misma plaza que nos sentábamos hace un par de años ya, no lograban aburrirnos, ni siquiera cuando los temas eran los mismos una y otra vez (su futuro, mi pasado, nuestro presente), y no lograban aburrirnos el uno del otro. Ella me interesaba tanto como la primera vez, y creo haber representado lo mismo en ella.

Yo la quise, y quise cuidarla de los daños del resto, de la vida, del mundo adulto, aquel del que creía ser gran conocedor. Finalmente, tuve que dejarla ir, al no poder traspasar su calidez humana. Me sentí triste al hacerlo, inútil e insignificante. Pero incluso aquella vez, logró en su especial manera enseñarme su sapiencia, demostrándome que no necesitaba cuidado, si no tan sólo comprensión y cariño.

Ahora, un tiempo después, he logrado entenderlo, y espero que su sabiduría no acabe en este nuevo comenzar, y que logre entregarme una nueva chance.