La luz de ese café siempre llamo mi atención, nunca había sentido que su resplandor en una calida noche parisina podría ser tan ficticia y acogedora al mismo tiempo. De cuando en
cuando suelo verlo atestado de gente y no junto valor para atravesar los grupos y las mesas y sentarme solo, al lado de la caja registradora. Preferiría descansar en momentos en que
nadie se encuentre a mi alrededor, al menos no tanta gente, no tanto murmullo.
Hoy lo he encontrado solo y hasta lagrimeando, creo que es momento perfecto para disfrutar de él. La comodidad y la brisa en las mesas de la calle comienza a crear lazos con el café del que ahora no podré librarme mas. Levanto la vista y las estrellas juegan con mi imaginación, yendo mas allá, creando líneas y pasajes entre ellas, entre pinceladas de colores que las unen, sobre un fondo tan negro como la noche suele atribuirse.
Parecería querer jugar con el mar, pues entre estrella y estrella pequeñas olas de espeso óleo logran hacer cosquillas hasta al mas diminuto espectador. Y así me siento bajo el cielo estrellado que me conmueve hasta el café caliente que la mesera me acerca a la mesa, podría haber tomado mas suave, y ahora el ardor me duele hasta las lagrimas de pinceladas de estrellas que se divierten superando el resplandor de las pequeñas
luciérnagas de la calle en la ciudad; y aunque esta sea la ciudad de la luz, nada puede compararse con estrellas de pasta.
Decido girar para mirar hacia atrás y el barrio se presenta tan oscuro como la noche, solo la tenue luz del café ilumina algunas fachadas de las casas que tornan el paisaje tenebroso, pero tan levemente iluminado que a lo lejos obliga a dirigir la mirada de los transeúntes hacia él, con un egoísmo que merece la pena, pues se presenta tan hermoso y salvador como el haz de luz que asoma a la puerta de salida de Caronte.
Algunas veces podría admitir, y hasta jurar, que el antiguo empedrado se presenta ante mis pies mas suave aun que el algodón. El adoquinado va tan acorde con las fachadas del barrio como la acariciadora luz del café va acorde con Paris.
De momento el abandonado café comienza a recibir la visita de los transeúntes que no pudieron hacer mas que dirigir sus pasos hacia él, y a su vez hacia mi, sentado en una de las mesas en una de las sillas de la calle; tan inevitable se torna que a veces uno preferiría morar en él durante siglos.
Pero que los grupos hayan colmado sus mesas en susurrosos murmullos no provoca en mi la incomodidad que creí que surgiría al suceder. Su compañía me abraza de tal manera que mis
miedos huyen a saltar de estrella en estrella con tanta seguridad que si cayera o resbalara, las pequeñas olas de aceite de lino me empaparían en risas.
De un momento a otro me convierto en el grupo de pensadores que habitan el café, y mis vestiduras se tornan tan desprolijas como faltas de detalles. Entonces me vuelvo un personaje pincelado al óleo al igual que los demás. Las líneas convierten mis manos aceitosas, de mis cabellos gotas caen espesamente sobre mis rodillas, y descubro que en las demás mesas lo mismo sucede, entonces la calma vuelve a mi, pues no hay nada de que preocuparse. Miles de historias surgen en mi cada vez que me detengo sobre este cuadro, cada vez que me detengo. Y aunque esta sea la ciudad de la luz, se que no puede compararse con "Café Terrace" de Van Gogh. |