La ciudad de Altay
El viaje a la segunda ciudad, Altay, no fue fácil. Apenas me encontré con cuatro lugareños que, amablemente, compartieron algunos alimentos conmigo. El resto del trayecto lo realicé a pie, alimentándome de bayas y raíces que encontraba por los caminos.
Cuando atravesé la Puerta descubrí un hecho insólito. La ciudad era enorme, los edificios majestuosos. Pero cuando transcurrieron diez días desde mi estancia no encontré a más de dieciocho habitantes.
La ciudad estaba dividida en tres grandes sectores, en cada uno de los cuales gobernaba un líder. Estos eran Sutcideneb, discípulo de Süjej; Iniemoj, seguidor de las enseñanzas de Amoham y Rimahs, que adoraba a Ëvahy.
Cada jefe tenía cinco fieles seguidores y su característica era que estaban en contínua lucha fratricida. A ninguno, salvo a los líderes que se mantenían a resguardo, les faltaba alguna grave mutilación producida por algún integrante de un bando contrario.
Logré una entrevista secreta con los tres líderes y me aclararon que en principio todos creían, básicamente, en los mismos dogmas, pues, presentían, que su origen era común. No obstante ninguno de ellos estaba dispuesto de aceptar, compartir, o discutir las heterodoxias de los demás. Por ello alentaban a sus prosélitos a la sagrada batalla perenne.
Para cualquier observador atento no escapaba que lo que les unía era más poderoso que lo que los separaba, pero los intereses económicos y administrativos surgidos de sus diferencias (pequeñas) habían creado unos lazos entre los privilegiados de cada clan que les impedía llegar a cualquier tipo de acuerdo.
Me pregunté por qué aquellos cinco integrantes de cada grupo no derrocaban a sus respectivos jefes, que eran quienes impulsaban la destrucción, y se abrazaban fraternalmente compartiendo todas las riquezas de la ciudad de Altay.
Cuando hice la propuesta estuve a punto de ser lapidado por todos ellos por lo que mi única alternativa, aprovechando la negra túnica de la noche, fue la de partir hacia la ciudad de Bayanhongor.
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