A dos cuartas de la pared, por la vereda baja, la Pelirroja, caminaba arqueada hacia adelante, como escapándole el culo a una patada. La carterita, de tiro corto, colgaba de su hombro izquierdo, malescondiéndose bajo el sobaco, mientras que, con su brazo derecho, como a una extensión amorfa, arrastraba una chalina marrón que acariciaba, delicadamente, la seriedad de sus dorados coturnos italianos.
Alta. Su cara pecosa, exhibía, bajo una frente ancha y tersa, dos esmeraldas brillantes y enormes, bellamente engarzadas bajo el arco rojizo de sus simétricas cejas. Sus largas piernas se cruzaban al caminar, alternándose una a la otra, en una cadencia felina; sensual y desafiante, del todo premeditada. Su pelo rojo, prolijamente echado sobre los hombros, armonizaba con ese aire, entre distraído y transgresor, que dejaba fluir a su paso.
La cara del Peludo, aquel pibe marginado porque una vez tuvo piojos, se apretó ansiosa contra la reja para poderla mirar. La imaginación despertó de golpe los ratones paranoicos de su atolondrado corazón; se agolparon en montón contra ese deseo emplumado y caliente que se zambullía en las tormentosas y profundas aguas del instinto y la práctica onanística.
Todos sabían en el barrio, que el peludo era un pajero consuetudinario. Más de una vez lo encontraron en los baños de la escuela puñeteándose de lo lindo, después de haber visto a la maestra cruzarse de piernas frente a él.
Los muchachos más grandes lo llamaban “muñeca brava” o “manuelita”.
Me acuerdo cuando el Chino le dijo delante de todos: -“Ché, Peludo, mirá que la paja no es como el trigo.” El Peludo pareció enloquecerse; sin decir palabra, tomó un cascote del jardín de los japoneses, y le partió al Chino la cabeza de un cascotazo. Todos, en el barrio, decían que la paja le había comido el cerebro. Y, en parte, tenían razón; después de los doce años el Peludo se fue volviendo cada vez más fantasioso y solitario. Sus ojeras fueron ya tan grandes, que algunos comenzaron a llamarlo “el panda boy”.
Al ver venir hacia él la Pelirroja, balanceándose de un lado al otro, el Peludo se dió a franelear la reja, sobando los barrotes de arriba a abajo, de manera automática y con fruición creciente, con sus hábiles y peludas manos.
De pronto, la turbación ganó su rostro, y comenzó a botaratear con los ojos sin encontrar sosiego. Se repantigó contra el árbol en que apoyaba sus flacas espaldas y escondió su cara entre las manos. La Pelirroja lo había sorprendido en plena tarea libidinosa y lo había atravesado con dos certeros rayos verdes en el centro lascivo y lujurioso de su corazón.
Después de mucho tiempo, al pasar los años, el Peludo nos confesaría con innecesaria perplejidad: -¡Qué yegua la Pelirroja aquella! ¡Qué yegua, ché!
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