Llegar hasta allí no se le hizo difícil. Sólo tomó el caminito de piedras rodeando el riachuelo y brincó la charca por el lugar más angosto. El parque no conservaba su antigua forma: el pasto estaba crecido y los bancos deteriorados. El columpio se mantenía erguido, aunque con una de las mecedoras rotas.
Se sentó en la que le pareció más cómoda y comenzó a mecerse despacio. En el árbol más cercano observó un pajarito que se mudaba de rama en rama. También divisó en el tronco el corazón que ella misma tallara con su nombre y su número preferido. Llenó su mente de gratos recuerdos. Se vio correteando con otros niños. Jugando a las escondidas, en el sube y baja o en las chorreras.
Cerró sus ojos. Alteró su semblante al recordar lo que también allí le había sucedido. Fue un lunes. El parque estaba desierto, ella correteaba de lado a lado, sintiéndose dueña de aquel paraíso y cantando con alegría aquella canción de amor a papá. Sin que lo esperase fue tomada bruscamente y conducida al pie de un árbol, donde sus pequeñas ropas le fueron quitadas fácilmente. Deseó gritar, pero el miedo no se lo permitió. Su pequeño rostro convertido en súplica no detuvo al atacante, que como fiera salvaje la hizo suya. Luego de una amenaza desapareció del lugar y de su vida.
El cuerpo desnudo quedó tendido largo rato en el suelo, sin moverse hasta que las lágrimas tocaron sus mejillas y el grito de dolor que aún no había brotado, rompió el silencio.
El viento chocando con su rostro la sacó de toda cavilación. Detuvo su vaivén al encontrar que se mecía demasiado fuerte. Miró nuevamente al árbol, ya el pajarillo no estaba allí. Experimentó soledad. Pensó en su vida después de aquel triste suceso.
Cuando quiso contarle a su madre, no se atrevió. Nadie, excepto ella y el ser que la atacó conocían el incidente. Nunca se casó, (¿cómo hacerlo?), le tenía terror a una noche de bodas.
Sacó un peine del bolsillo de la bata e hizo que su largo pelo canoso cayera en su frente llena de arrugas. Se peinó como cuando era niña, haciéndose una compartidura. Sus años no evitaron que corriera desde el columpio hasta el sube y baja y luego hasta la chorrera. Mientras corría empezó a escuchar risas de niños. Vio a todos sus amiguitos invitándola a jugar a las escondidas. Al llegar al columpio acomodó en la mecedora su fatigado cuerpo. Siguió escuchando voces y, en loco desvarío inició su canción. Se meció cada vez más fuerte, descubriendo dentro de sí la inocencia y la alegría que sólo una niña de nueve años podría contener. De repente se le hizo un nudo en la garganta. Las muecas de locura brotaron, y al ver unos ojos reflejados en el azul del cielo, desesperadamente suplicó: ¡No papá! Otra vez no, por favor...
®Angelo Negrón
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Año dos Número 2, 1994
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