El correr a prisa a los doce años con el pecho atravesado de pinzones y ahíncos por haber sido besado por primera vez. El pasarse toda la noche sentado conversando frente a las dos piernas juguetonas de alguna mujer mayor. El cruzarse de cerca con los labios de ella como unas veinte veces y nunca llegar a juntarlos por culpa de una fastidiosa timidez. El llevar cigarros a las fiestas para vestir nuestra novel madurez y justificar el por qué nadie nos besa, y pues porque claro, tengo los labios ocupados con los cigarros; luego una amiga de tu hermana le cuenta que te vio fumando. Tu hermana lo contó en la casa. Mamá lloró. Castigado. O nuestro gran optimismo nos lleva a comprar condones cuando apenas hemos sido besados una vez en nuestra vida. Y fue un piquito. Y fue porque ella perdió jugando botella borracha. Y era la más fea. Y nos pasó a los doce años. Y luego corrimos como idiotas hasta la casa orgullosos de haber iniciado nuestra pubertad. Y tu viejo se dobló de la risa cuando le dijiste: ‘papá, creo que estoy creciendo, ayer me agarré a una huevona’. Mamá lloró. Castigado. Son quizá algunos de los preámbulos de los que nadie nos advirtió deberíamos de pasar para ya, años después, y por producto de análogas experiencias y algunos cuántos más espesos detalles a la hora de crecer, poder contornearnos sobre las caderas de una sudorosa y excitante mujer.
Dicen que en algunos países de África se dictan -bueno, en verdad se realizan- cursos de relaciones sexuales en las escuelas, en donde la institutriz del sexo tira su colchón al piso y se acuesta con sus alumnos -uno a la vez por supuesto, mientras que el resto observa y toma nota- y les enseña cómo deben conducirse para lograr satisfacer a una mujer. El que no logre adiestrarse en la materia y no le entre bien a la lección, es jalado y repite el curso (…interesante modo de quedarse analfabeto). Nuestras abuelas contrataban empleadas, en las que en el sueldo, estaba incluido el costo por tener que acostarse con el hijo o los hijos pubertarianos de la casa, si estos lo deseasen. Estás sirvientas debían ser unas lobas en la cama, para que enseñen a los muchachos a ser buenos amantes y además los cansen de modo no anden buscando putas en las calles y más tarde respeten a sus novias. Dicen que Gengis Kan permitía a los menores observar cuando tenía relaciones sexuales con el fin que aprendan la manera correcta de dominar a una mujer y el punto exacto en el que debían gritar y excitarse.
Pero, se han dado cuenta que, venga de la escuela, de abuelas preocupadas o de seudos don juanes pero sí poderosos, hemos sido educados tácita o explícitamente, con los ojos cerrados o no, a la cultura directa del sexo, el sexo como coito, el encamamiento, el arte sobre la palestra del colchón, pero no a todos esos detalles que lo circundan y que a la hora cero parecen ser que adquieren mucho más protagonismo que el susodicho evento. Hay cosas que se aprenden en el camino de las que nadie nos habló jamás, pero que claro, cuando te ufanas de algún nuevo hallazgo, resulta que es antiquísimo y que ya todos lo han vivido. ¡Demonios, por qué diablos no me avisaron! Y así no hacer papel de idiota. Fernando Savater cuenta que, siendo aún muy chico, una postura forzada y el roce inguinal de una tabla dura, le propiciaron la inopinada revelación del espasmo placentero: ¡creyó haber inventado la masturbación! Corrió a contarlo, pero lo desconcertó bastante que los demás ya hubieran descubierto por sí solos la gran noticia y se lo tuvieran tan callado.
Te explican cómo tener sexo pero nadie te explica cómo conseguirlo. Te puedes ir de putas, pero incluso en eso hay un gran hueco que hay que superar para dar el paso de ir a buscarlas. O cuando eres pequeño todo te sorprende, pero cada hallazgo perece un hecho aislante, una isla por planeta, pequeñas vivencias que no tienen relación con nada. Y ya, claro está, que nadie nos dice que las pulgas en el estómago a los doce años son un paso itinerante para el sexo a los cuarenta. Y tu viejo se ríe de ti cuando se lo cuentas, seguramente porque recuerda lo imbécil que fue él también en su niñez.
Ya con todo, hay fórmulas interesantes que surgen con la experiencia pero que aún son imposibles de resolver. Por ejemplo: ¿masturbación a los diez años te hace un inventor?, o ¿jugar Botella Borracha a los doce te asegura tu primer beso?, o ¿una camisita bien planchada en una fiesta a los catorce te asegura gustarle a alguien? ¿Cartitas a los quince te aseguran una novia? ¿Cigarros a los diecisiete te aseguran SEXO? ¿Ser extraño y distinto, pero a la moda, a los dieciocho te aseguran sexo? ¿Ser tú a los veinte te asegura que alguien va a despertar contigo en la mañana? ¿Querer a alguien a los veintitrés te asegura que no será una eternidad tediosa lo que te demores en llevarla a su casa después de haber tenido sexo? ¿Cederle el lado seco de la cama para dormir a los veintiséis te asegura que te querrá más mañana? ¿Sexo con la misma mujer a los treinta y cinco te asegura más sexo? ¿Dejar de ver un partido de fútbol a los cuarenta te asegura que ella acceda a traer a una amiga a la cama? ¿Un buen puesto en la oficina a los cincuenta te asegura sexo con la secretaria? ¿Una vida sana te asegura tener fuerzas para el sexo -entiéndase potencia- a los setenta? ¿Tus nietos te admirarán por haber tenido muchas experiencias de catre? ¿Educaré a mis nietos sobre lo importante de los ‘antes’ y los ‘después’ y mandaré a la mierda en sí al sexo? Son en sí, pequeñas dudas que nacen sobre la marcha, y con las que tendré que seguir viviendo y haciendo papelones, pues parece, que tenemos una cultura en la que a todos nos encanta burlarnos de los detalles sublimes del que metió la pata.
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