AMOR Y ALERGIAS
En el tren estaba dispuesto un departamen- to para él sólo, en donde, encontraba, arriba, en la redecilla de equipajes, una sustitución mezquina -pero de algún modo equivalente- de esa manera de vivir.
Un artista del trapecio.
Franz Kafka.
AMOR Y ALERGIAS
Conocí a una mujer obsesionada con el amarillo que renunció a una prometedora carrera de actriz dramática -como se sabe el uso de este color es nefasto en el mundo teatral- pues ninguna compañía aceptaba trabajar con ella. Al igual que todas las supersticiones, la suya se fue forjando en la infancia y, al llegar a la edad adulta, se había consolidado de tal manera que si no iba vestida completamente de amarillo, sufría la inseguridad y los vértigos propios de quienes en mitad de la acera, pisan la cruz de las baldosas.
No debe deducirse de su renuncia al arte frustración alguna; colmada su pasión principal y aunque hubo de conformarse con un empleo anónimo en una agencia de viajes, se sentía satisfecha. Mayor dificultad se le planteó, en cambio, con las relaciones personales: extrovertida como era, esta mujer teñida de rubio, soportó el desdén de aquellos que no dudaron en catalogarla de bicho raro y aprendió a hacerse la desentendida -para eso lo sirvieron sus magníficas dotes para el teatro- cuando los compañeros de trabajo, al aparecer ella luciendo invariable la gama de los amarillos, cruzaban los dedos o corrían a tocar madera. Muy pocos alcanzaron a entender que aquel fetichismo monocromo era fruto de la necesidad y no del capricho; en consecuencia, la mujer se vio obligada al aislamiento.
Pero no importaba, la soledad era tan agradable. Al volver a casa -un pequeño apartamento en el casco viejo retornaba a su mundo. Ningún instante era más grato que ése en el que al abrir la puerta, cada objeto parecía acudir lamiéndole los ojos con sus tonos cálidos. Y qué descanso después de las muchas horas frente a la máquina de escribir, el gamuza muelle del sofá; y qué tranquilidad para su pensamiento abotagado de cifras y nombres de lugares exóticos, el simple beige de las paredes. La casa -dorada y en silencio- le hacia recuperar el equilibrio que la abandonaba en la mañana temprano con el primer pitido del despertador, cuando debía afrontar los ruidos de las calles, temiendo disolverse entre los colores ingratos.
Su relación con otras personas se hallaba, pues muy limitado; y con el transcurso de los años, iba perdiendo hasta los ideales románticos de su juventud. Los hombres que conocía, si bien al principio se plegaban a sus exigencias transigiendo incluso, en hacerle el amor únicamente en su cuarto anaranjado, claudicaban al fin ante su tendencia a regalarles camisas adecuadas a presentadores de espectáculos, o sugerir la elección de corbatas de tintes azufrados; todos, tarde o temprano, desistían. Cada vez más escéptica, la mujer se acostumbró a la huida de esos amantes esporádicos; y poco a poco convencida de lo efímero y parcial del amor solía en plena madrugada, cubrir a esos hombres de paso con sus sábanas amarillas, para convertir -al menos ese instante- en perfecto.
De esto modo hubiera podido vivir tranquila a no ser porque conoció a Amadeo. Cierto es que enseguida le interesó aquel hombre de mediana edad llegado a la agencia para Jefe de Ventas y Promociones; pero algo reticente, en vez de dejarse seducir por su amabilidad y los preámbulos de un tímido cortejo, se dedicó a ponerlo a prueba: sus vestidos nunca fueron tan rutilantes, ni tan vivos sus bolsos y su calzado; jamás como en esa época, las murmuraciones en la oficina se hicieron tan agrias. Amadeo, a pesar de todo, continuó con su jovialidad: invitándola al cine, señalándole una escalera bajo la que no debía pasar, o aplazando las despedidas con conversaciones inútiles. Y cuando ella -ganada un poco a su favor- lo invitó por fin a su casa, no mostró sorpresa alguna ante el despliegue áureo de los muebles, la vajilla y el cepillo de dientes para invitados.
Se enamoró de él, no locamente, -la edad y su manía particular la alejaban de tales excesos-, pero sí de ese modo lento y manso y un poco amarillo propio de los romances otoñales.
No tardó Amadeo, por complacerla, en abandonar su piso de Moratalaz e irse a vivir al apartamento jalde. El era dócil, no ponía reparos y aceptaba las tiernas imposiciones: primero las corbatas, luego los pijamas, y día a día, el guardarropa de Amadeo, típico de un hombre de negocios, se convirtió en un nutrido grupo de trajes de corte clásico pero de tonos imposibles. Nunca protestaba. Durante el verano llegó a usar una chaqueta de dril con tintes alimonados que en cuanto salía a la calle se plagaba de mosquitos. Y sin embargo, lo que terminó de persuadir a la mujer de sus cualidades, fue que no pusiera ningún impedimento a teñirse el pelo de rubio.
Vivían felices. En el trabajo eran objeto de bromas y cotilleos; durante sus largas caminatas por la ciudad, la gente se volvía a contemplarlos imaginando que eran la propaganda de un nuevo producto. Ellos, con una sonrisa en los labios, paseaban ajenos y felices.
En aquella época, la mujer llegó a considerar la idea de terminar con su obsesión; pensaba que el amor hacia Amadeo era mayor que su manía. Como si aquella bonanza desafiara a la suerte, el destino enseguida vino a probarla.
Pocos meses antes de casarse, -habían elegido la temporada baja y un magnífico crucero por el Nilo a precio de coste-, él contrajo una rara enfermedad: se le llenó el cuerpo de ronchas que le producían una gran comezón, obligándolo a abandonar el trabajo.
Acudieron de un especialista a otro en un peregrinaje sin éxito, mientras él, desesperado con aquel picor que no le dejaba vivir, sólo obtenía alivio al quedarse completamente desnudo; y aún así, en las plantas de los pies seguía ese prúrito enloquecedor que trataba de mitigar frotándolas contra la alfombra color mostaza del cuarto.
Hubieron de posponer la boda. Ella incansable, lo cuidaba, procuraba que -pese a su mal- Amadeo se hallara lo mejor posible. Cuántas noches pasaron en blanco, él concentrado en no rascarse y la mujer, sin dar pábulo al agotamiento, colocándole sobre la piel tumefacta, paños de agua fría. Estaban cada vez más abatidos; sin embargo, hacia finales de la primavera del año siguiente, un equipo de alergólogos de reputada fama dictaminó, tras un examen exhaustivo, que lo que padecía Amadeo era, simplemente, un proceso alérgico al amarillo.
-Usted tiene alergia al amarillo, dijeron a cuatro voces desde la asepsia de sus batas blancas.
Triunfantes de sabiduría contemplaron los doctores, (tres de ellos, porque el cuarto se afanaba en colocar verticales, los bolígrafos que en una lapicera propendían a tumbarse) a la extraña pareja gualda.
Un silencio apretado se interpuso entre Amadeo y la mujer al abandonar la clínica. Se debatían las ideas contrapuestas en ella: trataba de imaginar una nueva decoración para su casa, el cambio de ropas, y sólo el pensamiento de ingresar en la cotidianedidad multicolor la mareaba. Por su parte, el hombre permanecía en un silencio apretado: él no la iba a obligar. Sentía renacer ella el viejo miedo que le arrancaba las palabras; pero estaba dispuesta a aceptar en cuanto Amadeo se lo insinuase. El hombre esperaba el indulto.
Volvieron a casa, a sus costumbres; una corriente oscura circulaba a lo largo de los días y quizás en ciertos gestos o en alguna mirada se empezaba a concentrar el rencor; cada uno esperaba que fuera el otro quien diera el primer paso. Pero la frase redentora se hacia esperar y harto ya de rascarse y pese a sus sentimientos, él retornó a sus antiguos trajes, a sus corbatas. La mujer no se lo podía reprochar y no lo hizo, aunque entre ambos fue abriéndose un paréntesis mate desde el que se vigilaban.
Hasta que Amadeo devolvió a sus cabellos el color primitivo, no estuvo sano por completo; entonces regresó al trabajo, a la agencia de viajes en la que durante la hora del almuerzo, se formaban corrillos maledicentes donde se pronosticaba la próximo ruptura del Jefe de Ventas y Promociones y la del amarillo. Algunos llegaron a hacer apuestas sobre quién dejaría a quién, y hubo un contable que llevado por el apasionamiento del envite, derramó un salero sobre la mesa y de inmediato como salvaguarda, tuvo que echarse un puñado de sal por encima del hombro derecho. Vencieron los que habían depositado su confianza en Amadeo: En efecto, fue él quien tomó la iniciativa: al principio, sólo aplazaba la vuelta al apartamento porque cada vez que lo hacia, le rebrotaba el salpullido amenazador; luego las ausencias se hicieron más largas y las excusas menos convincentes.
Hasta que oía el sonido familiar del llavín ella aguardaba, no podía dormir si no él no estaba; aunque ahora durmiera Amadeo en el sofá-libro azul que había colocado en el saloncito porque la cama de ella lo ponía enfermo.
Como es natural, aquella situación no era posible que se prolongara y, un domingo a las diez, la mujer se resignó a verlo partir -cargado con su sofá-libro- a su piso de Moratalaz. Desacostumbrada a reflexionar fríamente, después de tan intensa convivencia con Amadeo, sobre lo efímero e incompleto de las relaciones humanas, se sumió en una tristeza culpable de la que trataba de salir a fuerza de agotadoras limpiezas generales y de pintar su casa con unos tonos de Temple que resultaron demasiado ácidos.
La agencia de viajes se convirtió, durante una temporada, en un hervidero de chismes en torno a la pareja que ya no era tal. Fue aprovechado el magnífico crucero por el Nilo a precio de coste, por el contable que perdía los estribos en las apuestas, y su novia, dependienta de Galerias Preciados.
A veces, por cuestiones de trabajo, la mujer y Amadeo tenían que hablar, y aunque se parapetaban en tarifas y demandas de viajes a Cuba, entre ambos se interponía el desasosiego.
Sólo en una ocasión más, volvieron a acercarse. Para despedir el año, se organizó una pequeña fiesta en la oficina; hacia media tarde cada cual había bebido por encima de sus posibilidades y circulaban las bromas pesadas y los besuqueos a destiempo. A ellos, el tratar de evitarse terminó por acorralarlos contra un spot de gran tamaño que ofrecía las paradisiácas playas de Camcun y a atléticas señoritas. Los recuerdos, el alcohol, -Amadeo sostenía una botella de cava que parecía no tener fin-, y el mimetismo de las otras parejas, los fue acercando imprudentemente. Tartamudo y desequilibrado, él se empeñó en acompañarla a casa mientras ella ofrecÍa una débil resistencia; más tarde insistió también Amadeo en subir al apartamento, al día siguiente era domingo y no deberían madrugar. Quizás, entre las caricias en el rellano de la escalera, ella habría propuesto ir a otra parte, a Moratalaz o a un hotel; pero él acalló esa pequeña renuncia con sus borrachera e inflamado por los abones que hacía rato lo martirizaban. Con una rabia que confundieron con el deseo se acoplaron esa noche; y en los recesos -exhaustos y distantes- cada uno se despedía interiormente: ella del amarillo, se lo diría por la mañana; él, convencido de que la mujer sería incapaz de tal esfuerzo, baticinándose que aquella era la última vez que estuvieran juntos.
Cuando, antes del amanecer, despertó, se hallaba sola. Miró hacia el lado de la cama que había ocupado Amadeo y recordó que entre sueños lo había visto ponerse la ropa y rascarse frenético.
Los que el lunes -primer día laborable en la agencia ignoraban lo del accidente por los diarios, no tardaron en enterarse al aparecer la mujer vestida de aquella manera: guardado por quién sabe que oscuras razones, esa madrugada había sacado el vestido del fondo del armario, lo había abandonado sobre la cama revuelta junto al periódico del domingo, y aguardó con la mirada puesta sobre el agrio color de las paredes a que el despertador comenzara con su desagradable repiqueteo. La obligación de no llegar tarde al trabajo, la embutió en el vestido de punto. Tuvo que asirse al respaldo de las sillas para dominar la nausea, para avanzar mientras la casa giraba a su alrededor y alcanzar la puerta y llegar a la calle componiendo el rostro como una magnífica actriz y pensaba, confusamente pensaba que ningún periódico diría jamás, si Amadeo iba rascándose cuando perdió el control del automóvil en la M-30.
La noticia de la prensa era escueta y achacaba el accidente a la ingestión masiava de alcohol durante las fiestas navideñas.
Aquel lunes, las ojeras y los rostros macilentos se movían de un lado a otro de la oficina; incluso a la maniática del amarillo -como todo el mundo la llamaba- parecía durarle la resaca. Contra todo pronóstico se presentó a trabajar con un anticuado conjunto negro. Después de diecisiete años en la agencia, se convirtió desde aquella mañana una empleada más, con sus vestidos oscuros que movían a la compasión, con su rostro de máscara. Y fue haciéndose borrosa paulatinamente; y luego, día a día, se diluyó con el resto.
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