Ayer nos encontramos los tres amigos. Lo somos desde la infancia. Muy diferentes, hay un respeto mutuo, ahora más que nunca. Nos une el silencio en las tardes. Parecemos o somos ancianos. En este último tiempo se nos ocurre conversar de nuestras madres. Las tres tenían el mismo nombre. Las tres se fueron después de los noventa años. Los temas abordados ya se han gastado. Tanto es así que uno puede estar callado y saber lo que va a contestar el otro, al menos a mí me pasa, sentado en una banqueta, las piernas bien estiradas, manteniendo la espalda derecha, nada de empezar a doblarme cómo le ocurre a las ramas de estos sauces. Ellos, en las otras dos, las acomodo frente a la pajarera.
Estábamos en esas pausas, cuando una vez más le pregunté a Beto sí le había dado aquellos poemas a la mujercita que amaba, a Lucila. Se sonrió, como lo hace a menudo, el muy desgraciado me deja con la duda. Para mí no es importante ya, nada cambiará. ¡Bueno fuera!, pero la sospecha me produce un cosquilleo en mi vientre. Siempre sostuve que si ella hubiera leído aquellas poesías se hubiera enamorado de mí. Entonces amigo: -- decime la verdad ¿sí o no? Se pone más colorado aún, ese rojo de su piel, el más charleta, simpático, entrador pero no abre la boca. Roberto el pintón, le decían “Inglés” tenía pinta de Bing Crosby, el cantor de moda por el año 50, menos aún, “estatua” lo habíamos bautizado. Claro, estos dos me dejaban sin mujer para atender. Mientras espero la contestación que nunca llegará, la tarde se está terminando. Me ha entrado un cansancio, tengo ganas de cerrar los ojos. Me reanimo sobresaltado.
-- Marcos, entrá, el frío te hace mal ¿y que hacen esas dos banquetas frente a la pajarera? Otra vez esa manía de las sillas para tres, magulló mi esposa.
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