Me despertaba sola, sin que mamá tuviera que arrancarme las frazadas. Los sábados tenían una luz especial que me gustaba ver desde temprano. A las nueve comenzaba mi ritual, saltando de la cama al baño, intentando domesticar mi pelo con sucesivos tratamientos de agua y peinado tirante. Mientras Mercedes o la abuela me perseguían con el mate en la mano, iba eligiendo qué ropa llevaría puesta, cuál para la noche, qué para volver al día siguiente. No comía. Nunca comía el sábado. El ayuno acrecentaba el placer. Por fin, cerca del mediodía lograba salir a la calle tirando besos para todas mientras me retenían con las mismas recomendaciones de último momento. En la avenida empezaba mi viaje al infinito.
El 21 daba millones de vueltas en círculo, Olivos, Florida, Vicente López, hasta que por fin se arrastraba por la General Paz en línea recta. Cuando divisaba desde el puente la estación el corazón me daba un vuelco.
Lynch, Moreno, Lourdes, Tropezón, Villa Bosch y Coronado. Martín Coronado. Las puertas del tren siseaban al abrirse, tu metro noventa me sonreía desde el andén y nada más importaba. A los dieciséis años, tu abrazo abarcándome por completo, la promesa de recorrer tu cuerpo a escondidas y tu boca, eran suficientes.
El andén era una fiesta de murales cuando me bajé en Coronado quince años después. Un firulete del destino me puso un tambor en las manos y mi bautismo fue caminar tocando por Wernike entre cien tamboreros más. De reojo miraba las esquinas, esperando quizás que el azar nos hiciera caer en la misma trampa y verte, ver cómo pasó el tiempo por tu cara, encontrar a aquel chico debajo del traje de hombre ya maduro. Verte después de haber pasado por otros cuerpos, por otras bocas, de haber quemado las naves tantas veces, de haber vuelto siempre a empezar. Verte con estas cicatrices a cuestas, mi alegría, tantos litros de agua salada en mis almohadas, con tanto camino bajo los pies. Solamente verte en el cruce del presente con el pasado, robarle al tiempo una nostalgia chiquitita, un remanso, y después seguir. Volver al todos los días, al pan con manteca, al vinito con las chicas, a tu trabajomujerehijas, al colectivo, la sopa, el peine fino, tu normalidad y mi locura. Pero no. Ninguna esquina me mostró tu carita. Y sospeché que para conservar el delicado equilibrio del tiempo hay ojos que no se deben volver a cruzar.
Nunca supe que en la primera esquina lloraste como loco al verme pasar.
yanina martul |