De pequeña, Rosario nunca soñó con los pormenores de preparar una boda. Jamás se imaginó con claridad, los rasgos del hombre aquel que estaría de pie a su lado en el altar, ni siquiera detalló mentalmente su vestido o su velo. Para Rosario era lo mismo blanco que rojo que madre perla, rosas que margaritas y casarse que no hacerlo.
La Rosario de ojos negros y cabello negro y piel blanquísima, nunca se preocupó siquiera por enamorarse de verdad o no. Desde que era rosario con r minúscula, hasta que se convirtió en ROSARIO con las medidas de sus piernas y de sus letras ya crecidas, supo que su amor no estaba en nada de eso.
Mientras niña tras niña se enamoraba del amor, Rosario se enamoraba del rock, por ejemplo. De la música de la radio y la que su papá colocaba en el tocadiscos. Sus estados de ánimo se catalogaban en altos y bajos de notas de canciones, y tenía una personalidad distinta para cada álbum que escuchaba y cada género. No, no era igual ir por la carretera oyendo soul que un disco de Bob Dylan.
Cada chico que le gustó en su adolescencia, se parecía a una canción, y si un chico no se parecía a alguna, entonces no le gustaba. Tenía tres mejores amigas y cada una correspondía al tema que llevara su nombre. Las demás tenían nombres como Angie, Cecilia, Julia y Layla. Todas se enamoraban por largas temporadas de un sólo chico y, en cambio, Rosario, que no tenía nombre de canción sino de ritual católico, cambiaba de gustos como de grabación un sábado en la madrugada, y sus amigos y no tan amigos, querían ser una de esas grabaciones para que Rosario los amara intensamente por 4 minutos.
Conforme rosaRIO fue creciendo, los chicos se frustraban al contemplarla caminando con Orbison, y ella se sentía identificada cuando a Angie, o a Julia o a Anna le gustaba un chico mayor, porque a ella también le gustaba todo lo viejo. A veces podía estar en una fiesta, y el primer tipo que la mirara, por feo que fuese, sería su nueva fijación, solo si en el instante en que se miraran, se estallaran los ojos al ritmo de alguna melodía que le erizara la piel a Rosario. Entonces ya no importaba que el tipo fuera hermano de su mejor amiga o tuviera 35 y ella 20, ni que hubiera llegado con otro chico o tuviera que llegar temprano a casa; Rosario entraba en trance.
Algunas notas, ordenadas de maneras particulares, le parecían a Rosario más poderosas que otras, y cuando encontraba una nueva combinación, podía pasar semanas oyendo nada más que esa única canción. Las demás muchachas tenían zapatos de turno y novios de turno y ropa de turno y actitudes de turno, pero Rosario sólo tenía canciones, y con esa canción (la que estuviera de turno), se hacía a sí misma llorar, se hacía gritar, se daba placer, se tocaba, se mataba y se orgasmizaba. Luego, la dejaba, así, no más, sobre un estante y agarraba otra para el mes entrante.
Una vez creyó haber encontrado el amor. Conoció a un chico que le hablaba con letras de canciones y que comparaba sus besos a algunos intros, outros o solos de guitarra eléctrica. La primera vez que la vio, le dijo que ella le parecía una banda de rock hecha persona, y a Rosario se le derritió la piel, el cabello, los tacones, y quiso quedarse con él. Una noche, después de haberla llevado a cenar, Alberto (que era el chico en cuestión) empezó a besarle los brazos, como señal adoptada entre ambos de que le haría el amor, y Rosario esta vez, en vez de besarlo en respuesta, se apartó de él y le subió a la radio. La canción que estaban pasando, dijo luego ella, era una de las 20,000 canciones favoritas que tenía. Nada demasiado de nada, pero suficiente para desviar su atención. Nadie dijo palabra más pero ambos entendieron lo que pasaba.
En el fondo, Rosario sabía que no sentía el mundo como los demás. Y nadie podría estar con Rosario nunca. Verdaderamente estar con ella. Porque Rosario siempre andaba pensando en música. Y sólo podía amar la música. Lo había presentido antes y lo sentía más fuerte ahora. Y le sería imposible consumar su amor. No había existido hasta ahora, ni existiría nadie en el futuro, en quien la música pudiese transubstanciarse y convertirse en cuerpo, y así, Rosario pudiera, finalmente, hacerle el dulce, extático, magistral amor.
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