“Que 30 años no es nada; qué febril la Mirada, errante en las sombras …”
Le decían “la culito empolvado”. Parece que su familia, en otro tiempo, habría disfrutado de cierta posición económica desahogada. No me pregunten qué significa eso, pero era lo que se decía en el barrio. Luego, por razones que se desconocen, de la noche a la mañana, pasaron de ricos a pobres. Se supone que las causas fueron los vaivenes politicos y económicos que sacudieron a La Argentina en los primeros años del tercer milenio. Pero nadie podría, siendo honesto, afirmarlo cabalmente. Lo que sí sé que se sabía, es que su padre había sido militar en los años de plomo, y que contaba en su árbol genealógico con tías religiosas; (monjitas de convento, para ser más preciso) y, también, algún cura fiduciario, como primo.
Haberse mudado de La Lucila, posta y residencial, a la Av. Patricios, en Barracas, parecía haberla afectado profundamente. No se juntaba con nadie del barrio, y sólo respondía al saludo de los ancianos o al de los empleados del mercado municipal que estaba en la esquina de su casa.
En una ocasión, casi choco con ella al salir del mercado. Me impresionó su mirada. Tenía los ojos tristes como los de aquel que sufre en sus cachas los chirlos que otro merecería recibir. Y si alguien puede decir cuánto se sufre por eso, ese soy yo. Pero, bueno, no faltarán ocasiones para contarlo. Lo cierto es que los dos nos sorprendimos y ambos reaccionamos amablemente. No podría describir con exactitud esa sonrisa, fue suave e intensa a la vez; su sonrisa corroboraba la íntima y delicada tristeza de sus ojos. Quise decirle que la había visto en varios lugares del barrio; pero, los pensamientos se me esfumaron por completo. No soy ningún quedado para las minas, pero, algo sucedió cuando me tiró, así, de golpe y a mansalva, esa indescriptible sonrisa que dió de lleno en el centro mismo de mi corazón, destronando de un saque al galán y toda su pretendida seguridad ganadora ante las minas. Quise recomponerme, quitarme de esa actitud estúpida que me desnudaba sin misericordia ante una mina del barrio. Pero, no podia evadirme; ella era la ganadora allí. Ganó sin entrar en competencia, sin haberse predispuesto a ganar. Sólo fue ella. Sentí el pudor de la vergüenza que de manera implacable garabateó en mi cara turbación, incertidumbre y confusión. Quise saber por qué me pasaba eso. Cayó sobre mí la acusación como un yunque aplastándome el pecho. La culpa atenazó mi garganta y me dijo que no merecía que se la llamara “la culito empolvado”.
Es verdad, yo siempre la llamé así. Pero no sólo yo, todo el mundo en el barrio la llamaba “la culito empolvado”.
Sin embargo, el tema es que no pude sustraerme de la conmoción inesperada que estaba sufriendo. Me sentí, en fracción de segundos, acusado y condenado al mismo infierno. No encontraba la salida. Quise escapar de allí con algún gesto elaborado, pero todo fue inútil. Esa piba tenía algo que la hacía diferente. Algo que recién ahora yo podía ver. Algo de otro cielo. Un sueño de amor sacrificial escondido en lo profundo de su ser. Algo que podría estar guardado en el misterioso panal mojado de su sonrisa. Qué sé yo.
Ahí mismo decidí que yo jamás volvería a llamarla “la culito empolvado”.
Me ha ocurrido otras veces, no muchas, que en circunstancias extremas, mi cabeza genera, automáticamente, mediante la fantasía, salidas de emergencia y pertrechos de auxilio al menor atisbo de incendio. En ese momento, cuando todas las alarmas sonaron a la vez; hasta yo me la creí, y me dije a mí mismo que esta vez iba en serio; que nunca más la volvería a llamar “la culito empolvado”. Fue como una táctica de emergencia para apagar el fuego del juicio que me estaba haciendo pelotas. Sí, fue como una confesión y declaración de fe ante un tribunal inquisidor que me estaba amenazando con la hoguera. Yo supe, aunque allí no quise saberlo, que todo era un subterfugio más, para salir, bien parado, de esa situación.
Ella se dió perfecta cuenta de que algo anormal estaba ocurriendo conmigo.
Se detuvo y, con un gesto amistoso, apoyó su mano en mi antebrazo, lo hizo como si hubiese estado leyendo de pe a pa en mi alma todo lo que me pasaba; lo hizo como diciéndome: -“No te hagas ningún problema; está todo bien.”
Allí me dí cuenta que qué gil puede uno llegar a ser cuando vive engañado; cuando se deja ir y venir, de acá para allá; engañado. Entrar y salir, yendo y viniendo; engañado. Todo, todo de todo, engañado. Como un prisionero laborioso, dedicado a perfeccionar la seguridad del miserable calabozo en que se encuentra, supervisando la solidez de sus barrotes. Siempre pensando que uno es un vivo bárbaro y los demás son unos giles, y que uno tiene la posta y los demás están en la luna. Viviendo y muriendo a cada instante detrás de esa estúpida y ridícula máscara impuesta a su historia; cobardemente diseñada y minuciosamente cultivada en los antros de la hipocresía. Y para colmo, vivir concentrado en conservarla y actualizarla sin hacerle recriminación alguna ni dedicarle jamás el más mínimo reproche u observación. Todavía no lo puedo creer; las veces que me ví en el espejo y sonreí creyéndome un banana king ¡qué flor de boludo, Dios mío!
Y ese engaño, como toda mentira, llega a un punto de luz; y hay que decidir.
Llega un día, siempre llega un día; “ese” día, y lo hace de improviso, sin que haya habido cosa alguna que lo preanunciase para que le diera lugar a los filtros mentales y al manipuleo de la imaginación; como que, de pronto, así porque sí, Dios lo da vuelta a uno como a una media, y entonces puede ver el otro lado de las cosas, como decía el viejo y sabio periodista de antaño; uno no sólo ve las figuras bordadas, sinó que ve la trama que hace posible la realidad de esas figuras. Sí, de pronto uno aterriza en la verdad y se vé en bolas; desnudo y sucio, queriendo esconderse; hacerse humo y salir de allí a toda velocidad, apretándose el gorro. Eso sólo ocurre, cuando en la pureza del otro, uno puede verse a sí mismo tal como es. Esa sí que es una experiencia religiosa, y no la que canta el flaco Iglesias. Es una experiencia religiosa, verdadera y dolorosa, hasta el mango. Al cabo de esa experiencia uno termina preguntándose, cómo se puede andar por la vida, negociando y cambiando ese tesoro cotidiano del amor y la transparencia de los sentimientos más puros, por las baratijas cameleras que se nos ofrece en la vidriera irrespetuosa de este mundo cambalache, que nos cantara el ángel Discepolín.
El otro día, no hace mucho; dos o tres semanas, más o menos, vengo a enterarme que “la culito empolvado” no era hija del militar que decía ser su padre; una búsqueda incansable, unida a una investigación seria y minuciosa, reunieron pruebas suficientes para realizar un exámen de ADN. Todo ello reveló que los verdaderos padres de “la culito empolvado” habían sido religiosamente atendidos y, delicadamente, atormentados y asesinados, en los sótanos de la ESMA.
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