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La culpa fue de Mariíta. Ella era quién tenía al dragón bajo su cuidado esa mañana. Claro que en realidad era mi dragón, razón por la cual no dejo de sentirme aún un poco responsable. Pero Mariíta no debió descuidarse. Ya se sabe que no puede uno fiarse de los dragones. Son seres muy primitivos. Si los mantienes bajo vigilancia resultan de lo más cariñosos. Te siguen a todas partes, olisqueándote, guiándote hasta los charcos que deja el sol en las tardes, chamuscando tus zapatos nuevos - hay que hacer ciertas concesiones si decides tener de mascota a un dragón. Sobre todo hay que estar alerta, porque si lo dejas vagar por ahí sin tu atención las consecuencias serán impredecibles.
Mariíta apareció en la escuela a la hora de recreo, justo cuando comparábamos las respuestas del último examen y yo escarbaba en mi mente buscando alguna excusa para evadir el predecible castigo. No paraba de llorar. Entre palabras entrecortadas logramos entender que había dejado de escuchar los pasos poco antes de las once. Miré la hora recién estrenada en mi muñeca: las doce y treinta. Intenté que mi voz sonara tranquilizadora - estará durmiendo la siesta - ¿En cuántos lugares podría un dragón roncar a gusto, por más invisible que éste fuese?
Reconozco que mi primer impulso fue ir corriendo a contarle a Pedro. Casi de inmediato reaccioné y me contuve. Confesar las excursiones al río, la complicidad de los amigos y de la hermana pequeña, aquello sólo habría implicado tensiones y retrasos innecesarios. Además, Pedro de seguro le iría con el cuento a mamá y esa revelación a ninguno beneficiaría. Debíamos resolver nosotros mismos el problema - los dragones prefieren los sitios oscuros y resguardados; repetí citando la tercera regla del Código del Guerrero. Nos repartimos en cuadrillas. A Mariíta la enviamos a casa con la encomienda de avisarnos sobre cualquier novedad.
El resto del día lo pasamos recorriendo el pueblo de extremo a extremo. Al atardecer, decepcionados y hambrientos, nos reunimos junto al río. No fui yo quien lo propuso pero todos aceptamos, no sin recelo, cruzar la fosa. Nunca antes nos habíamos atrevido a penetrar en la ciudadela. A pocos metros se levantaba el campamento, más allá se adivinaban las torres y la galería de túneles que conducía al calabozo. Recordamos las historias de Pedro acerca de la serpiente que lo habitaba y por algunos segundos vacilamos.
Nos repusimos con rapidez ante la perspectiva de convertirnos en los héroes de la escuela y avanzamos con firmeza hacia el borde norte del castillo. Fue ahí donde escuchamos el primer rugido. Después, un remezón estremecedor nos sacudió; era como si la tierra se estuviera hundiendo. Temblamos pensando en un posible escape de la bestia. Todo guerrero sabe que es mucho más temible una serpiente alada que un dragón. A cierta distancia podrían confundirse, pero a la primera le falta nobleza de espíritu; es una criatura vil y bárbara capaz de devorarte al primer descuido. De nuevo me planté ante el grupo. Aseguré que una huída así era imposible. Pedro nos había hablado también de los hierros que la apresaban y de cómo la alimentaban a diario con carbón para apaciguarla.
La noche caminaba con nosotros cuando alcanzamos la primera torre; y vimos, a lo lejos, el resplandor que confirmó el final de nuestra búsqueda. Nos felicitamos aliviados, demasiado eufóricos para darnos cuenta de las dimensiones del descubrimiento. Detrás de nosotros, la larga cola de los mineros del turno de las ocho avanzaba con prisa. Las líneas de sus rostros traducían en terror las señales conocidas: el cataclismo, el estruendo, la posterior sacudida.
Los hombres corrieron desesperados hasta la bocamina. El fuego ascendía violentamente por toda la galería, desde el fondo hasta el tercer nivel, animado por el gas y el polvo del carbón. Corrimos también nosotros, o tal vez sólo yo corrí, hasta colocarme en medio de un bosque de piernas que se derribaban entre sí. Escuché atentamente. Ahí estaban los pasos conocidos. Se sentían con fuerza, uno tras otro, una serie de detonaciones de metano interrumpidas cada cierto tiempo por lo que parecían maldiciones y gritos de dolor. Apreté los dientes, al recordar la séptima regla - el enemigo natural del dragón es la serpiente alada.
En el fondo del calabozo, una nube de gases y carbón ascendía, retorciéndose en los rieles del tren transportación. Gajos de hombres se prendían de ellos, tratando de ganar la salida, pero casi todos terminaban clavados en los dientes de hierro. Pedro también estaba ahí, sentado bajo la sombra de carbón pulverizado de mi dragón. Se llevaba las manos a los oídos y no lograba detener la hemorragia que le bañaba la cara. Recuerdo que lo llamé a gritos, con desesperación, acercándome un poco cada vez, hasta que un relámpago me lanzó contra el piso.
Cuando la oscuridad cayó sobre mis ojos, toda la luz descendió a mi pecho y el fuego comenzó a correr calladamente por mis venas. Miré por vez primera la silueta de mi dragón, púrpura y brillante. El calor infinito de la vida me reveló mi destino. Todo había sucedido para arribar a este momento. Yo era el elegido, el rey dragón - cuando puedas mirar al dragón cara a cara, serás el dragón mismo - dicta el precepto supremo. Cerré los ojos dentro de mí y descansé.
Alguno me explicó después que el día amansó con lluvia a las llamas. Que hubo luto hasta en las sábanas de los tendederos. Que no desperté en dos días y que tuve quemaduras de primer grado. En vano traté de decirles que lo mío no era piel quemada sino en plena transmutación a escamas. Recuerdo a mamá llorando y el rostro severo de papá crispado en una mueca de espanto. Mariíta estuvo conmigo las primeras semanas. Apretaba mis manos vendadas, comprensiva; y en su silencio cómplice encontraba algo de consuelo. De Pedro no se habló nunca más. Luego dejaron de venir, mi hermana la primera, después mi padre. Con los años comencé a olvidar sus rostros que habitan ahora sólo en los recuerdos que despierta mi madre en sus visitas, cada vez más espaciadas.
El tiempo también me ha enseñado sobre la paciencia. Inspecciono cada día mis manos y mi espalda. Creo que las alas no tardarán en crecer y ya siento el nacimiento tímido de las pezuñas. Tanteo mi aliento, cada vez más cálido, mido con un guijarro mi crecimiento en la pared y sonrío, expectante.

Texto agregado el 22-03-2006, y leído por 322 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
27-09-2006 Metamorfosis a lo Flor Marina. Excelente una vez más. histrion
30-03-2006 Un cuento maravilloso. Con mucha imaginación, muy bien contado, aciertas con el contraste de percepción entre el mundo adulto y el infantil. Me ha encantado leerte, cinco estrellas para este pequeño dragón que ha nacido.***** Claraluz
22-03-2006 Que relato impresionante. Me encantó. Felicitaciones ! ! !. *****. Saludos, parakultural
 
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