Eran cerca de las cuatro de la tarde y corriendo ingresé al hospital donde se encontraba Josefa, ya quedaba poco según lo que me habían dicho y no quería perderme instante alguno de ese momento, tanto nos había costado lograrlo que no me hubiera perdonado jamás el no haber estado allí.
Al llegar vi a su madre que con una sonrisa me felicitó y me agradeció por haber hecho tan feliz a su hija.
-Ella es la que me hace feliz a mí – le respondí mientras me dirigía a entrar al pabellón.
Mientras las auxiliares me desinfectaban y preparaban para ir a verla, solo podía pensar que a pesar de los años, de las penas y del esfuerzo que había tenido que vivir, finalmente nuestros sueños comenzaban a hacerse realidad.
Hacía poco que vivíamos juntos, a pesar de conocerla por casi tres años, solo hace unos meses había tomado la decisión de separarse y de comenzar una vida a mi lado.
Nuestra relación había pasado por altos y bajos, en un comienzo todo fue amor y pasión, luego por la culpa de su conciencia y por no querer seguir teniendo un “amante” decidió acabar conmigo y alejarse de mí, las circunstancias y las causalidades nos volvieron a unir, pero esta vez solo como buenos amigos. Pasado un tiempo volvió a nacer en ella un sentimiento hacía mi, sentimiento que yo nunca había logrado hacer desaparecer.
Es curioso, pero la misma noche en que se apareció en mi departamento con sus maletas llenas de ropa y de ilusiones, fue que hicimos el amor y supimos que algo nuestro estaba por nacer.
De ahí en adelante todo fue hermoso.
Cada día al llegar de nuestros trabajos conversamos horas, casi siempre terminamos nuestras charlas haciendo el amor, aunque otras veces solo terminamos abrazados durmiendo. Siempre nos las arreglamos para salir de la rutina, ya sea con una cena romántica, una salida al cine o simplemente un paseo a orillas del mar.
Recuerdo muy bien la noche en que me confirmó la noticia de su embarazo.
Había llegado del trabajo como siempre, pero al abrir la puerta noté el departamento iluminado solo con velas, velas que adornaban cada rincón y que daba a ese lugar tan común y cotidiano un aura especial que lograba erizarme la piel.
De entre esas luces y más hermosa que nunca apareció Josefa, quién tomo de mis manos y me dio un suave beso.
-Vamos a ser papás – me dijo con una felicidad tan inmensa que irradiaba sus ojos que no había visto antes.
Solo la abrace, y susurrándole al oído le dije lo mucho que la amaba y lo feliz que me hacía escucharla. Ella, con lágrimas en sus ojos, respondió que también me amaba mucho y que estaba muy feliz de que fuera yo el hombre con quien formaría una familia.
-Ahora puede entrar y felicidades – me dijo una de las auxiliares sacándome de mi recuerdo abruptamente.
No podía creer que ella estuviera ahí, recostada, a punto de dar a luz a nuestra hija.
Tomé su mano y me la apretó fuertemente, y casi enojada me preguntó el porqué de mi demora, al explicarle, solo sonrió y con una actitud de niña regalona me pidió un beso.
Todo salio muy bien.
El escuchar ese llanto me hizo dar cuenta que ya nada más importaba, que ahora en el mundo sólo existiríamos tres. Se veían tan hermosas una al lado de otra, pensaba en como la vida y Dios podía haberme regalado a estos dos tesoros que eran míos, solo míos, y me sentía realmente muy afortunado.
Cuando se llevaron a la niña, pudimos quedar solos, Josefa y yo, me preguntó si estaba contento, y le hice saber que era el hombre más feliz del mundo y que todos estos años, con lo difícil que habían sido, habían ocurrido por algo, y que quizás si no hubiéramos vivido todo esto, todo este camino que el destino nos tenía preparado, no estaríamos acá y jamás hubiéramos tenido en nuestros brazos a esa niñita que nos llenaba de orgullo y felicidad.
Simplemente era lo que Dios quería que viviéramos.
-Por eso te amo – me dijo – porque siempre tienes las palabras que quiero escuchar.
Es que en realidad ella era única para mí, desde que la conocí no existía nadie más para mí y mi mundo giraba en torno a ella, tenía algo especial que lograba llenar mi vida con cosas tan simples como una sonrisa o una mirada.
A partir de aquella tarde toda mi preocupación, cariño y amor se dividiría entre dos, aunque a Josefa aquello no le causaría mucha gracia, debido a su personalidad de niña regalona, dentro de la cual consideraba que yo solo era para ella, pero también estaba convencido que, dentro de su corazón, su alegría sería la más inmensa de todas al saber que el mismo amor que sentía hacia ella ahora también lo sentiría a nuestro pequeño retoño.
Y mirando su carita algo cansada le hice recordar aquella frase que le escribí en el primer libro que le regalé hace tres años atrás y que hoy más que nunca valía la pena recordar: “Mientras la vida este llena de sueños, nada es imposible” .
La vida me lo acababa de demostrar, después de que algún día pensamos en abandonar nuestros sueños, hoy se hacía realidad el sueño más esperado, el sueño que transformaba nuestra vida para siempre, una pequeña flor que venía a alegrar nuestros corazones y a llenar nuestros espíritus de una infinita felicidad.
-¿Como la llamaremos? – pregunté.
-No quiero pensarlo ahora – me dijo – solo quiero descansar y llegar pronto a nuestra casa.
Me despedí con un beso, pero antes de salir me di vuelta y desde la puerta la miré y le pregunté.
- ¿Isidora Belén?
Y con una gran sonrisa cómplice que solo ambos pudimos entender, me dijo con su voz dulce y tranquila.
- No podría llamarse de otra manera mi amor.
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