Ella escribía todos los días. No era raro verla por las mañanas, cuando era día laborable, instalada en su oficina dando sorbos al primer café, con la mirada divertida como si entre los olores de su taza ya ascendiera a su mente la inspiración, o como si los bips de la computadora recién puesta en operación fueran los gruñidos perezosos de un cómplice al que se le despierta. Otras veces, cuando la jornada iniciaba con muchas exigencias, pretextaba al mundo la carga de trabajo para quedarse a comer en la oficina y así poder atender a su cliente favorito: la hoja en blanco.

Escribía desde que era apenas una adolescente soñadora. Ahora algunos sueños habían madurado. Otros habían sido rotos en el camino. Diríase que unos más tuvieron la desfachatez de volverse realidad aunque, debe reconocerse, a la par tuvieron la cortesía de generar nuevos.

Había noches en las que, después de mirar en la televisión alguna de sus series favoritas y aprovechando el silencio de su feudo solitario, tomaba su puesto de batalla recostada en la cama y desgranaba la imaginación sobre las páginas de un cuaderno viejo.

Agazapada tras la trinchera de sus ojos relampagueantes, observaba el mundo que pasaba ante ella y se lanzaba sobre él para decomisarle sus historias. Y si acaso no podía registrar inmediatamente lo mucho que su creatividad le dictaba, sea por estar en ese momento al volante, o en una comida familiar, o con el novio en la fila para entrar al cine, o hablando por el teléfono celular, o con cualquier otro contratiempo, no por ello dejaba de apuntarlo provisionalmente en la memoria para mejor ocasión, procurando que esta última se diera lo más pronto posible.

Decir que lo suyo era una pasión resultaría trillado, pero además inexacto por insuficiente. A juzgar por su lenguaje, era culpable de incontables lecturas. El vívido recuerdo de su época preparatoriana era en gran medida mantenido por la nostalgia de las asignaturas literarias, que de cuando en cuando le exigían un suspiro.

Ella lo definía como locura. Decía no poder explicar cómo es que se le ocurrían tantas cosas. Tampoco le era dable precisar su origen. Se hallaba a sí misma en ocasiones preguntándose si algo de lo escrito era una situación propia o de un personaje ficticio, o bien si se trataba de algo ya vivido o de un deseo para el futuro, si se refería a un amor o a un molino de viento.

Ella escribía y pensaba en lo bueno que sería publicar eso que escribía, pero no porque le pareciera la gran cosa su producción, aunque debe decirse que se trataba de piezas bellísimas, ni porque le interesara obtener la fama o los premios, pues no le llenaban el alma, sino únicamente porque sentía que si otras personas leían lo que escribía, ocurriría una explosión de su pecho contenido y volvería la cordura a su persona. Y si esto último no fuera posible, por lo menos la carga sería más llevadera, por lo menos contaría ya con más espacio para volverlo a llenar con todos los mundos que pugnaban por poblar su mente.

Ella escribía y escribía, fundía la vida en el crisol de su corazón, la moldeaba al golpe de la hermosura de sus sentimientos y la atesoraba en palabras infinitas, para futuro regocijo de la humanidad.