Fin de clase

Esperaba la hora del recreo con ansiedad. Chuna, la maestra, continuaba con la charla habitual de los últimos días de clase, donde se hablaba de todo menos de enseñanza.
Claro, la conversación era con las chicas -moda, películas, revistas- mientras todos los pibes entre los doce y trece años jodíamos tirándonos papelitos, dando patadas a nuestros compañeros entre la abertura del asiento y el respaldo, o pidiendo cada cinco minutos permiso para ir al baño. En los últimos días de clase y terminación de la primaria, había una agitación propia del final de una etapa. Yo estaba con las mismas sensaciones que los demás, salvo por un pequeño detalle: era mi día “D”; era el último día que me quedaba para cubrir una omisión que llevaba dos meses de incumplimiento. Era el único alumno que no había devuelto el boletín del trimestre anterior. Afortunadamente, la maestra no lo había percibido, ya que, al solicitar —meses antes— las libretas de calificaciones y poner las mismas en un armario al lado de su escritorio, sólo había preguntado si todos la habíamos entregado y, en coro, mis compañeros habían contestado afirmativamente. Yo no había abierto la boca. El asunto me puso los pelos de punta cuando la maestra comentó que esa tarde se llevaría los boletines. Me quedaba, por lo tanto, ese último recreo para poner el mío en ese armario sin que nadie me viera y así quedar, según mi pensamiento, en igualdad de condiciones con mis compañeros. Sonó el timbre. Como un milagro, todos salieron atropelladamente, como siempre, incluida la maestra, que era llevada por esa ola blanca de guardapolvos. La vi alejarse sonriente por el patio; me pareció más joven y más bella. No dudé un instante. Saqué el boletín de su escondite dentro de uno de mis libros, abrí el armario y lo intercalé entre los de mis compañeros. Salí despacio del aula; el recreo se presentaba totalmente despejado, todas las angustias habían desaparecido. Por otro lado, Chuna me había confirmado, días atrás, la aprobación de todas las materias y me había felicitado por el repunte de los últimos meses. Había terminado mi ciclo básico: algunas angustias y un destello de felicidad me llegaron tardíamente.
El último día de clase, Chuna y el Director me entregaron la libreta con un apretón de manos. Me fui a casa con la mayor de las alegrías ya que, hasta los días finales del ciclo lectivo, mi madre no había sabido si terminaba bien mi primaria, ni tampoco lo había sabido yo. Al llegar, la abracé.
—Pasé de grado, mamá. Terminé la primaria.
Lloró de felicidad y me pidió el boletín, que hacía tiempo no veía, pese a sus reclamos y gracias a mis evasivas. Lo miró y me dijo:
—En el trimestre anterior te sacaste un uno en Castellano.
—Sí, pero en este último, ocho, y pasé. Pasé, terminé la primaria.
Siguió mirando el boletín.
— ¡Guacho de mierda! ¡Me falsificaste la firma!