Las dos hermanas se arrinconaron aún más bajo el paraguas y enfilaron calle arriba. Aún no había amanecido y sin embargo bordeaban los charcos con bastante acierto, cada una entre los márgenes del mismo hemiciclo de tela. El paso del padre, adelantado un par de metros, era metódico, sin licencias para las improvisaciones salvo por una insistente carraspera que le arrancaba tantas mucosidades como pecados. Él las escupía inmediatamente sobre los bordillos y ahí quedaban adheridas esas costras sarnosas. A su paso, la hermana más pequeña pensó absurdamente en aquel cuento de migas de pan y hornos con paredes de chocolate. Se preguntó si ellas ya tendrían la misma edad que la bruja o si por el contrario todavía podían esperar milagros.

El viejo siguió caminando independiente, ajeno a la lluvia y a la respiración trabajosa de las hijas atrás, como si aquellos dos elementos no fueran sangre, sino pelos adosados a la rabadilla del culo. Hacía tiempo que no reía ni invitaba a hacerlo. Visto a esa luz rudimentaria, más que viejo parecía triste, y más que triste, mortificado por alguna extraña alucinación pasajera.

La tormenta comenzó a competir en decibelios con el camión de la basura, que subía en ese instante la misma pendiente que ellos: una procesión con bastón y varillaje como único santo. La verdad era que ninguno creía en otro prodigio que no fuera el paso de los días, el guiso de conejo y las partidas de dominó los domingos por la tarde, apelmazados en casa con la misma resistencia del empapelado y los baldosines.

Los fogonazos asolaban los ángulos de las esquinas y los huecos de las alcantarillas. Todo parecía adquirir una tonalidad divergente, casi fantasmal. Sin ir más lejos la cruz de la farmacia se le antojó a la hermana menor premonitoria: algo de cementerio encerraba entre sus aspas y sus relieves de neón. Creyó distinguir incluso un nombre dentro del verde pálido, pero enseguida desechó la imagen porque no quería anticiparse. No mientras siguiera recreando algunas noches paredes de chocolate y manzanas en la intimidad aséptica de su cuarto. Manos de hombre también, cuentas de collares, gemidos…

Dejaron atrás el pueblo y se detuvieron en lo más alto, sobre un montículo de arcilla y malas hierbas que aún dejaban entrever un condón roto.
El padre comenzó a enjugarse mientras las dos hermanas paseaban la mirada distraída por el valle. Se perfilaban abajo los primeros robles y después la oscuridad consumiendo el resto. La nada. Daba miedo seguir el impulso natural de atravesar la negrura y lo dejaron así, todo bajo el bamboleo de la lluvia, los relámpagos ocasionales y los estampidos.

La mayor sintió de golpe una punzada debajo del diafragma parecida a los gases. Por inercia repasó aquella frase repetida tantas veces dentro de la casa: “El amor sólo es para los ociosos y los vagabundos, y tú no eres ninguna de las dos cosas”

El viejo se arrimó al borde de la loma, dando la espalda a las mujeres. Giró la cabeza a la derecha y escupió de nuevo, haciendo sonar las monedas dentro de los bolsillos. Ni invitaba ni reía. Sólo se consumía y parecía caerse a cachos al tiempo que lanzaba al aire todas aquellas costras, como si por alguna extraña razón tratara de recomponerse por segunda vez fuera de sí mismo.

_Espabila, coño, que no tengo toda la noche… _ dijo, y volvió a esputar hacia la nada.

Pronto las hermanas tomaron carrerilla y le arrojaron por el barranco.

_ Me arde el cuerpo_ se pronunció la mayor, todavía embobada mirando colina abajo. Comenzó a desabrocharse la parte superior del vestido y a frotarse los pezones sin darle importancia a la lluvia.

_ Y a mí_ respondió la pequeña, acompañándola_ Qué ganas tenía de quitarme el sujetador_