Antes de salir de la iglesia él ya sabía en dónde estaba ella, desde lejos la capturó con los ojos entre la gente. Me acerqué a él y le hablé. Repentinamente se rieron y dejaron de hablar.
Hacía frío y las botas mojadas me herían los pies. Tomaron un taxi, pasearon veinte minutos, él con el tiempo detenido ojeaba su cuerpo, mi cuerpo mojado de sal y de nervios y él como si no se escuchara tarareaba una canción en portugués. Bajaron en el parque de café chino y tomaron un café chino. Nos sentamos en la mesa mas bonita; tenía un mantel de círculos de colores y treinta flores rojas. Ella le tomó la mano delicadamente, la boca seca, el aliento roto de miedo, él me apretó fuerte los dedos mientras cantaba y decía -” oh minina dorada …”-
Respiré profundo.
Caminamos desde el café a un pequeño hotel del centro, las hojas de los árboles frías como hielo y el hielo escarchado en las esquinas y en los postes. Subieron las escaleras con las manos apretadas, no hablaban, ella se reía, me reía nerviosa, ya no tenía frío, pero le temblaban las rodillas.
Se cogieron por la nuca y se besaron, lengua dientes y algo de saliva en mi cuello, los ojos nublados, las manos y el sudor se mezclaban también entre mi espalda y mis uñas , luego él la miró con fuego, como matándola, ella le sacó la ropa tan rápido como el temblor la dejara, con sus piernas me apretó las caderas y yo tuve que gritar, porque me sentí muriendo entera, me sentí polvo y de él ceniza a ceniza, ella se fue esfumando en maullares de gata quebrada en miles de trozos sobre el colchón gastado de hotel. Con los ojos ciegos, ultrajada de placer, rezó mientras moría y después resucitó siete veces más.