Nunca olvidaré mi cajita de cachureos. En ella iba guardando todos esos pequeños tesoros que deslumbran a los niños, ya sea, pedacitos de cartón, botones, recortes de todo tipo, lápices, envoltorios y etiquetas, todo ello cabía en esta especie de caja de Pandora inocua que permanecía en una repisa de mi pieza al alcance de mis manos. Cada día volcaba su contenido sobre mi cama para verificar la cuantía de mi riqueza y me sentía afortunada de poseer algo que sólo me pertenecía a mí y a nadie más. A los trece años uno ya tiene claro que las posesiones le van entregando una cierta jerarquía, son los titubeos de la adolescencia que pugna por manifestarse en un cuerpo de niña que presiente que algo va a florecer muy pronto dentro de ella pero que trata instintivamente de retrasar, alimentando esos sueños rosados e inocentes que protegen a todo niño.
Mi cajita me acompañó por mucho tiempo y cada vez se repletaba de los más variados objetos. Si hubiese tenido la oportunidad de redactar un listado con las inverosímiles pertenencias que enriquecían esta alocada colección, el listado acaso hubiese sobrepasado los límites de un cuaderno ordinario.
Pero cada asunto que se refiere a las etapas de nuestra vida, tiene fatal fecha de vencimiento y aunque continué coleccionando minucias y desperdicios, algo me decía que la caja aquella comenzaba a rebasarse ya no por su capacidad sino por algo que me costaba descubrir.
Una buena tarde, cuando la primavera florecía a la par con mis inquietudes, me dirigí a mi pieza para hurguetear con cierto desgano en la imperceptiblemente desplazada caja de cachivaches. Con desazón, descubrí que ya no se encontraba en su lugar y más por sentirme invadida que por otra cosa, acudí donde mi madre para preguntarle por el destino de ese que aún consideraba mi bastión, la última parcela en que se debatía mi moribunda niñez. Mi madre, con la mayor naturalidad del mundo me indicó el basurero, comentando algo que traduje como que estaba muy crecidita para esos menesteres.
Corrí hacia el tacho para rescatar mi tesoro, mis recortes y pedazos de maderas, mis mil y una naderías que representaban las diferentes etapas de mi niñez, un estado que cada vez se hacía más insostenible, puesto que mis caderas comenzaban a ensancharse y en mi pecho florecía un par de promontorios que me desacomodaban y me hacían enrojecer.
Me aprontaba a recoger la caja cuando sucedió algo que cambió de un instante y para siempre todas mis motivaciones. Un chico bellísimo cruzó raudo frente a mi jardín en su bicicleta y yo me quedé prendada de ese par de pupilas que parecían contener una parte importante del cielo. Me quedé alelada contemplándolo y sentí que por mi cuerpo corría una oleada cálida que parecía transfigurarme y redimirme como la mujercita que ya comenzaba a florecer. Todas mis palpitaciones tuvieron desde ese momento un sentido, intenté adivinar el nombre de ese juvenil efebo y anhelé que apareciera una vez más para reafirmarme como la adolescente que había sido desflorada por
aquella sutil visión.
¿La cajita? No sé, no recuerdo haberme preocupado de ella nunca más y el único remordimiento que tengo es no haberle dicho siquiera un adiós a esas múltiples basuritas entre las que se alojaba el solitario cadáver de mi niñez.
Nota Cachureo= material en desuso, desperdicio
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