Hay un momento en la vida de cada persona, en donde el sentimiento de soledad se eleva, hasta disparar. El momento de más desestabilización emocional en cualquier ser humano.
Andrés estaba enamorado de Ana, una morocha de pelo corto, desgarbada, con una quijada filosa, y piel blanca como la nieve de la primer nevada. Solía cenar con ella y Valentino, el hermano de Ana, todos los días, aunque la relación con Valentimo nunca fue muy buena, el creía que menospreciaba la comida que él preparaba ya que nunca probaba ni bocado de lo que Andrés preparaba, en cambio Ana jamás hubiese sido capaz de cometer semejante acto, puesto que ella, directamente no comía.
Andrés abría la puerta de entrada 4 o 5 veces al día para recibir gente, Francisco, Martín, Lucila, Abril, María, eran algunos de sus amigos. Un día a la semana, los viernes, recibía a todos, y siempre les comentaba que estaba orgulloso de tener en su departamento, amigos que se fueran sin dejar ni un poco de desorden, le fascinaban los cigarrillos de Lucila, que no liberaban humo ni dejaban olor, o las zapatillas de Francisco, que aunque volviera de jugar al fútbol lleno de lodo, no dejaría ni una sola huella de barro en la alfombra.
Pero aunque lo visitaran 1000 personas por día, el sólo aguardaba la llegada de Ana.
Lo que el sentía por ella era amor. Andrés admiraba ese dejo de excentricidad que cargaba Ana, envuelta en vestidos de los ’50, con una boca saturada de rouge rojo, que se veía tan sugestiva cuando ella pronunciaba palabras en francés. Andrés adoraba la cultura francesa gracias a ella, y cotidianamente le pedía a Ana que le recomendara discos de jazz francés, Ana solía nombrarle sus favoritos, pero cuando Andrés iba a la disquería se sorprendía de que no existieran, entonces le rogaba a Ana que ella misma se los cante. Andrés se sentaba en la cabecera de la mesa con papel y lápiz en mano, y Ana a su derecha, recitaba prosas sueltas de algunas canciones, Andrés anotaba cada una de ellas mientras la miraba anhelante y expectante de un beso que nunca recibió.
Cuando la veradera mujer de Andrés, Felisa volvió de Inglaterra, advirtió que ni siquiera había ido a buscarla al aeropuerto, y cuando llegó a su departamento, lo sorprendió hablando solo, anotando algo, y mirando fijo a la silla que estaba a su derecha: vacía.
“Creí que me estarías esperando” le dijo ella algo inquieta. Pero el respondió diciéndole que había encontrado a quien la reemplazara, y nunca lo abandonaría como lo hizo ella. Felisa entró en un estado colérico, gritó muchas de esas cosas de las que uno a veces se arrepiente, pero sin arrepentirse, y luego tomó su equipaje y se retiró. En la entrada del edificio, el encargado le dijo que su marido había tenido actitudes algo extrañas durante los 5 meses que ella no había estado, por ejemplo, abría la puerta 4 o 5 veces al día sin tener ninguna visita, o los vecinos lo escuchaban hablar solo, Felisa se fue aterrorizada y esa noche durmió en un motel. Allí, en una dura cama reflexionó acerca de lo que le había dicho el encargado, y allí entendió todo. Andrés siempre fue un ermitaño solitario, de hecho cuando Felisa lo conoció, lo único que hacía él era hace alarde de su misantropía. Evidentemente Andrés no había podido resistir la ausencia de su mujer, y se había vuelto psicótico. Pasaron algunos días, Felisa intento ir a visitarlo reiteradas veces sin que este respondiera al timbre. Lo llamo varias veces, pero el solo decía que estaba con gente y que no podía atenderla en ese momento.
Hoy, Andrés mira desde un psiquiátrico el noticiero: Felisa en honor a su marido, ha recopilado todas las poesías que él escribió y las publicó en un libro, que ha tenido una afable y positiva crítica en todo el mundo. Pero Andrés insulta el televisor, mientras grita que las poesías son de Ana, y es injusto que lo acrediten a él por haberlas escrito.
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