Llegan, sobrevuelan el colosal firmamento, sus alas flamean junto al temperamental viento. Brillan, encandilan a las criaturas terrenales, realizan acrobacias sincronizadas en el violáceo cielo. Son seres alados, son miles y miles de huestes de ángeles. Observan y corroboran que los seres humanos se encuentren protegidos. Ríen. Las melodías de sus arpas placen a cualquier ser vivo que, inconscientemente, los oyen. Pero no tocan la tierra; jamás estacionan sus tersos piecitos en el agrietado suelo. Algunos dicen que temen que los brazos de los demonios surjan por debajo de la superficie y los atrapen. Pero en realidad, temen contagiarse de la peste humana, temen ser absorbidos por inmensas nubes de gris humo, o ser timados por la feroz sed de los mortales. Por eso, se vuelven transparentes, invisibles, imperceptibles. Escapan de los ojos de todos, pero su presencia persiste. Vigilan, y hasta a veces, permanecen flotantes a un lado de nuestra cama mientras dormimos. Dichoso aquel que posea el don de ser tan perfecto como ellos, para poder alguna vez recibirlos en su posada, y contemplar, esa belleza tan utópica que se dice, tienen. |