Primero fue la invitación ecuménica a servirnos una taza de café, tú pusiste el queque inglés y las galletas de vino, yo mi escaso apetito, mezclado con ansias de tu piel y deseos de entibiar mi garganta con un poco de ese café denso que avivaba mi instinto. Y así, entre besos, sorbos y caricias, más unos cuantos bocados de ese queque dulzón, nuestra sangre se fue enervando y ambos quisimos agregarle a esto el aditamento de la magia y comenzamos el contacto de nuestras pieles y acudieron nuestras manos enloquecidas para avivar los corceles de la locura y cabalgar dulcemente en medio de una húmeda pradera. Maravilloso encuentro de complicidades, blusas que se pierden bajo la mesa y apareciste luego, majestuosa, con dos botones de rosa semiocultos entre tus dedos pudorosos, latiendo tu corazón al compás del mío y una música incidental que surgió y que no fue escuchada porque ya nos habíamos olvidamos de todo lo que nos circundaba. Fuimos un solo cuerpo herido por la pasión, nos abrazamos con furia para contener todos nuestros delirios…
Años más tarde, el queque inglés es devorado por mi apetito voraz, leyendo la prensa en la mesa de la cocina. Entre noticia y noticia, bebo a sorbos ese café de escasa estirpe. Tú ya no recoges blusas debajo de la mesa ni hay cabalgatas afiebradas. Los besos son inocuos, rasantes. En cuanto a querer fundir nuestros cuerpos, ya no hay tal, dormimos en camas separadas…
Entrecierro mis ojos, huelo el perfume de tu cabello, aún me laten los labios con el sabor de tus besos. Anochece, aviento mis pesadillas…
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