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ANGELINA Y SUS DUENDES
Estela Davis

Cuando me regalaron con mamá yo tenía tres años y a pesar de ello lo recuerdo todo, detalle por detalle. Mi madre, la verdadera, una mujer de cabellos rojos que brillaban con el sol, me tomó de la mano y caminamos mucho tiempo hasta llegar a una casa. Ahí estaba mamá. Me dieron miedo sus helados ojos, azules como los míos, y su forma altanera de dirigirse a mi madre. Ella se fue y todo el día di vueltas alrededor del solar buscando un portillo en la cerca de pitahayas para salirme y volver a mi casa. En cada vuelta me encontraba con los ojos azules de mamá que parecían vigilarme. No me gustaba ella ni esa casa. Me daban un horror que me costó muchos años superar. Recuerdo que me asomé al interior de la casa y mis ojos infantiles recorrieron aquel cuarto enorme y sombrío, largo, largo; con un techo de caballete alto, alto; a un extremo estaba una puerta cerrada que parecía dar a ninguna parte. Corrí llorando hasta el zaguán, lo encontré cerrado con una cadena y un candado.
—¡Cállate la boca! —Gritó mamá. —Ya te acostumbrarás.
A lo largo de la casa estaba el corredor, muy alto también. El piso era de tierra suelta mezclado con aserrín. Había ahí un banco de madera, tablas, barrotes y muchos fierros. Al final, separada unos metros estaba la cocina. Era un triste cuartucho de madera, en el centro una estufa de leña y a un lado una mesita con un metate. Ollas y sartenes colgaban, negros de tizne, en las paredes, también negras. Dos pequeñas ventanas inacabadas, daban a los solares vecinos. Mamá iba y venía por la cocina sin dejar de asomarse por ahí. Yo quería saber que veía. Arrastré una silla, me subí y observé que entre los tamarindos y las palmas había casas donde vivían otras personas.
Mamá me sorprendió y pensó que quería escaparme. Me pegó y lloré a gritos. Una voz de hombre, preguntó algo. Mamá me dijo.
—¡Silencio, se va a enojar tu papá! —Me callé sorprendida porque no sabía que tenía papá.
—Mira Angelina, este señor es tu papá, ¿entiendes?, ¡pa-pá!
Él puso la mano sobre mi cabeza y me calmé. Lo miré con curiosidad. Tenía la piel muy blanca y arrugada, calvo y bondadosos ojos café. Se apoyaba en una muleta, y recuerdo que empecé a dar vueltas alrededor de él buscando la pierna que le faltaba.
—¿Y tu pierna? —Le pregunté.
—Me la robaron los duendes, —respondió sonriendo.
Esa noche mamá me acostó sin cenar, porque no quería dejar de llorar. A nalgadas había intentado obligarme a que le llamara mamá, no quería hacerlo, porque sabía que mi madre era la otra, la que me había llevado ahí. Desde la cama, instalada a un lado de la puerta cerrada, veía el mobiliario a la luz de una veladora. Baúles, el ropero, una mesa con sillas, el aparador y al fondo, la cama de ellos.
A través de la puerta, se filtraban ruidos extraños y voces. Más tarde se abrió y entró papá con un farol en la mano. Cerró y fue a sentarse a la mesa. Mamá le llevó la cena, lo vi comer con gusto e imaginé que era algo delicioso. Al terminar se acostó a leer. Fue entonces cuando vi salir a los duendes de abajo de mi cama. Eran tres, no muy pequeños y grises como unas sombritas. Corrieron hacia la mesa y ágilmente saltaron encima usando la silla como escalón. Se comieron lo que papá dejó en el plato y después las migajas esparcidas sobre la superficie. ¡Eran tan graciosos y dulces! Yo quería jugar con ellos. Me incorporé en la cama y les llamé quedito, ¡pst, pst, pst!, voltearon a verme y con la mano les hice señas que se acercaran. Bajaron de la mesa y corrieron hacía mí saltando a mi cama. Para no hacer ruido, les dije despacito, "aquí, acuéstense aquí". Se acurrucaron a mi lado y me dormí. Quizás por ellos no he querido olvidar ningún detalle de aquella etapa de mi infancia, porque desde entonces, los duendes forman parte de mi vida.
—¿Quién soy yo? —Me preguntó mamá en la mañana.
—Doña Luisa. —Respondí.
—Ven acá, —me dijo jalándome del brazo. —Yo te voy a enseñar a decirme mamá. —Tomó un cinturón, lo dobló en dos, me dio unos cintarazos y me oriné en los calzones.
—¡Mamáaa, —grité, pero entonces me pegó más por orinarme.
—¿Qué pasa aquí? —Preguntó papá, quien apareció providencialmente. —Corrí hacia él, me acarició y me llevó adentro. Juntos cruzamos la puerta misteriosa. Al otro lado había una tienda. Me sentó en el viejo mostrador y me puso en la boca unas zurrapas de panocha. Dejé de llorar y desde entonces empecé a amarlo. Creo que ese día me hizo la sillita que todavía conservo. En ella me sentaba a verlo mientras trabajaba la carpintería. Tenía tres años y no sé cuanto esperé que la mujer de cabellos rojos fuera por mí, ni por cuanto tiempo busqué un portillo para escaparme, ni cuantas veces me acosté con hambre, ni cuantas veces me pegó esa mujer vieja y mala hasta que me acostumbré a que ella era mi nueva mamá. Lo único que si sabía es que el viejito con una sola pierna, era mi papá.
Mis duendes no fallaban. Venían todas las noches a comerse las sobras de la mesa. A veces yo quería comérmelas, pero me daba miedo que se enojaran y no volvieran. Les platicaba cosas en secreto hasta quedarme dormida. Una noche les rogué que le devolvieran su pierna a papá y ellos respondieron ¡mañana!
—¿Quien soy yo? —Preguntó doña Luisa.
—Mamá. —Le respondí, pronta.
—¿Ves?, que trabajo te costaba. Siéntate a desayunar con tu papá. Él me miró sonriente, me hizo un taquito de frijoles y me enseñó a usar la cuchara para tomarme la avena.
—Los duendes te van a devolver tu pierna, —le dije muy segura.
—¿Ah sí? ¿Quién te lo dijo?
—Ellos.
—¿Y cuándo me la devuelven?
—Mañana.
—¿De modo que tú platicas con los duendes?
—Sí, se comen tus sobras de la cena, luego se acuestan conmigo y platicamos mucho.
—Ya lo sabía, —me dijo. —Todas las noches los oigo.
—¿Y no te enojas?
—No, ¿por qué? Nada más no se lo cuentes a nadie. No quiero que los duendes malos lo sepan, ellos me robaron mi pierna.
—¿Hay duendes malos?
—Claro que sí. Pero no se acercan a las niñas buenas.
Desde entonces dispuso que me sentara a la mesa con él para las comidas. Mamá comía en la cocina, era una de sus manías.
Cuando cumplí los siete años papá me mandó a la escuela. Aunque mamá no quería, me hizo vestidos nuevos y me compró unos choclos blancos con café. Pronto aprendí a leer y a escribir con bonita letra. Para hacer cuentas era la mejor del salón. Me gustó la escuela porque tenía amigas y porque en todas las fiestas escolares me elegían para declamar "La vida es Sueño", "A Margarita Debayle" y "Suave Patria". Cursé el cuarto año y mamá decidió que era suficiente. Había cumplido 12 años, tenía que ayudar en la tienda y aprender a coser y a cocinar.
—Una mujer no necesita saber más, —dijo mamá.
Me sentía triste, no me dejaban salir sola y a mis amigas no les gustaba visitarme porque mi mamá era muy antipática. Un día llegó a Loreto un cine y la gente andaba como loca, todo mundo quería ir, pues nunca habían visto una película. Se instaló en un solar con bancas de madera y mamá accedió a llevarme. Fue algo maravilloso, era una película de Shirley Temple. Le dijeron a mamá que yo me parecía a ella. Empecé a soñar en ser artista y cantaba a todas horas, a papá le gustaba oírme, según él yo tenía una voz muy bonita, pero a mamá le molestaba. El cine volvió periódicamente, aunque para mamá, una vez era suficiente. Así se desvaneció el único sueño de mi adolescencia.
A pesar de tener el amor de papá, me había vuelto tímida y retraída. Mis relaciones se limitaban a las personas que acudían a la tienda y empecé a extrañar a mis duendes que parecían haberme abandonado, pero no era así. En 1955, papá enfermó y mamá me mandó con él a La Paz en el avioncito que hacía la ruta, pues a ella, le daba horror volar. Los médicos diagnosticaron una gangrena, tenían que amputar su pierna. Papá se agravó y una noche mis duendes hicieron su aparición, acurrucándose a mis pies. No me fallaron hasta que se recuperó.
En esa convalecencia, papá me habló de la desdichada infancia de mamá. Era hija bastarda de un inglés llegado a Loreto en el siglo pasado para explotar unas minas. Al nacer mamá, murió la madre. La esposa del inglés, una noble mujer con un hijo varón, la recogió. El matrimonio murió de viruelas, cuando ella tenía 4 años y el niño 9. Los acogió una familia esperando que los reclamara algún familiar. Nadie lo hizo y crecieron maltratados, llenos de rencor, hasta que papá prácticamente los adoptó al casarse con mamá. Lloré y por primera vez entreví la dimensión de su rencor y su dureza. Volví a Loreto con papá confinado a una silla de ruedas.
Mamá estaba insoportable conmigo, como si yo fuera la culpable de lo que le pasaba a papá. Asumió con arrogante estoicismo, la ingrata tarea de atender al anciano inválido que era su marido y se negó terminantemente a cederme las tareas de la casa. Me ordenó hacerme cargo de la tienda que, el descuido y la enfermedad de papá, habían convertido en un tendajón sucio y anticuado.
Yo languidecía de tristeza. Sin darme cuenta había llegado a los 25. Mis amigas se habían casado y yo ni a novio llegaba. Papá me había dado para comprar un radio, pero mamá odiaba la música y no me permitía usarlo. Sólo me quedaban mis duendes. Los invoqué para que volvieran dejándoles comida en la mesa, los esperé. No tardaron en aparecer, esa y todas las noches, como antes, para dormir conmigo.
—¿Otra vez tus duendes? —Preguntó papá. —Los he estado oyendo.
—Sí, —le respondí, avergonzada. —Han vuelto.
—¡Ay, Angelina y sus duendes! Esa historia no me gusta. ¿Sabes hija?, necesitas casarte, eres muy buena y muy bonita.
—¿Bonita yo?, ¿con los cabellos rojos y los ojos de mamá?
—Te lo digo yo, que aunque esté viejito soy hombre. ¡Eres muy bonita!
Mamá no era nada sociable. Papá era todo lo contrario. Tenía muchos amigos de su edad. Siempre los recuerdo reunidos en la banqueta de la tienda, su territorio exclusivo. Ahí los había escuchado de niña hablar de los estragos de la segunda guerra mundial, celebrar el triunfo de los aliados y comentar las noticias del periódico que papá recibía cada dos o tres meses en los barcos de La Paz. Pero ya todos eran unos ancianos enfermos y casi nadie lo visitaba. Por eso me sorprendió que un día llegara a visitarlos don Feliciano, y los tres se sentaron a platicar en el corredor.
Esa noche mis padres me informaron que don Feliciano había ido a pedirme para Emilio, su hijo mayor. Para mi fue una sorpresa. Lo conocía, iba mucho a la tienda para comprar brandy de "El Zacatal". Me miraba mucho y creo que me coqueteaba. No me desagradaba físicamente pero...
—Papá, Emilio es muy borracho. —Intenté protestar.
—Porque no tiene ninguna responsabilidad, Angelina. Te aseguro que el día que se casen va a cambiar. Feliciano me lo aseguró. Dice que el muchacho siempre te ha querido.
Acepté, creo que hasta agradecida. Además, casarme significaba escapar de la vida que llevaba. Mamá me ayudó a confeccionar mi ajuar de novia, un sencillo vestido de raso y un velo de tul. Yo no tenía las bases familiares para entender el significado del amor de pareja y estaba triste, ella se dio cuenta y me lo reprochó.
—Quita esa cara. Dale gracias a Dios que te regalaron conmigo y encontraste con quien casarte. De esta casa vas a salir de blanco, como señorita decente. Si te hubieras criado con tu madre ahorita tendrías un montón de hijos de diferentes padres, como ella.
Para entonces, yo ya sabía algo de esa historia. Mi verdadera madre, soltera aún, había tenido dos hijos de diferente padre. Un niño y yo. Después ella se casó y formó una familia normal. Nunca me buscó. Tampoco mamá se lo hubiera permitido, además ese había sido el trato. La identidad de mi padre no me había preocupado. Sin embargo, en esa ocasión pregunté.
—¿Papá es mi verdadero padre, verdad?
—No, Angelina, no es él. Tu papá era mi hermano. Murió lejos de aquí.
—¿Y usted no tuvo hijos?
—¡No preguntes lo que no te importa! —Contestó altanera.
Me casé y me fui a vivir con mi marido. Atrás, en la sombría casa de mis padres quedaban mis duendes y como una paradoja la desdicha y el amor. Mi nueva casa era pequeña con un jardincito que pronto estuvo lleno de flores. Emilio era un buen hombre y le tomé cariño. Había dejado de beber todos los días, pero cuando tomaba, cada tres o cuatros meses, bebía por varios días hasta saciarse. No fueron pocas las veces que me lo llevaron muy enfermo. Se restablecía, entraba en un largo periodo de receso hasta que caía de nuevo. Estando sobrio se esforzaba por ser un marido cariñoso y cumplido. Así tuvimos un niño y dos niñas, los tres pelirrojos de ojos azules.
En esa época empecé a tratar con mis hermanos. Eran muy humildes y no dejaba de sorprenderme que me vieran como alguien socialmente superior. Aprendí a quererlos y fue a través de ellos que mi madre se comunicó conmigo. Me conmovió que se ofreciera a lavar y planchar la ropa de mi familia. No lo acepté, pero busqué la forma de ayudarla cuando mis recursos lo permitían. Mamá lo supo y no me lo perdonaba.
Papá, murió pronto. Lo lloré con todo el amor que había sabido despertar en mi corazón, el mismo amor que para sus abuelos inculqué en mis hijos. Murió con mis duendes acurrucados a los pies de su cama. Solamente los vi yo y por primera vez les tuve miedo. No había vuelto a verlos desde que me casé. Para mí formaban parte de la casa, cada vez más sombría y abandonada, donde crecí. Mamá seguía increíblemente lúcida y fuerte. Emilio y yo le rogamos que fuera a vivir con nosotros y se negó con su proverbial altanería.
—Cuando al fin soy realmente libre para hacer lo que me de la gana me salen con eso. ¡No, muchas gracias! —Respondió.
Emilio se ofendió, yo no, ¿para qué?, la conocía demasiado bien. De todos modos la visitaba con frecuencia y le llevaba a los niños. Muchas veces observé que al ver a mis hijos se dulcificada la expresión de sus ojos azules. No obstante, cuando le llevaba algún alimento, lo rechazaba con grosería.
—Has de querer envenenarme para quedarte con lo que tengo. Mándasela a tu madre, le hace más falta que a mí.
Yo sabía que papá le había dejado un capital acumulado por años en pesos de plata que escondía en latas bajo las duelas de la tienda, pero mamá se empeñó en coser para la gente de las colonias marginadas y según ella lo hacía para sobrevivir. Cosía sólo ropa de hombre, y a pesar de su arrogancia, yo no podía menos que admirarla viéndola darle al pedal de la máquina con energía, hilvanando o haciendo ojales en aquellas burdas telas de dril, mezclilla o manta trigueña. Rechazaba además, cualquier modernismo, luz eléctrica, una estufa de gas o un refrigerador. Todo lo que pudiera hacerle más llevadera la existencia.
Pasaron los años. Una noche que Emilio andaba en una de sus frecuentes parrandas y yo me sentía triste y sola, los duendes aparecieron en mi casa. Excitados, subieron a la mesa y a las camas de mis hijos como si buscaran algo. ¡Pst!, ¡pst!, ¡pst!, llamé y subieron a mi cama. "Acuéstense aquí", les dije quedito. No obedecieron, corrieron encima de mí, jalándome la cobija hasta destaparme. Saltaron al piso y se dirigieron a la puerta, ahí se detuvieron como si me esperaran. "¿Qué pasa?", les pregunté levantándome, temerosa. Corrieron hacia afuera y así me condujeron hasta la casa de mamá, subieron a su cama acurrucándose a sus pies. Estaba muerta. Primero papá y luego ella, muertos con los duendes encima de la cama. Acompañada de mis hijos y mis hermanos, sepulté a mamá. Mi marido no estuvo porque andaba ebrio.
A pesar de que la casa y todo lo que contenía era mi herencia, yo no podía disociar la muerte de la casa y sus duendes. No quería saber nada de ellos ni de la propiedad. Rescaté el dinero guardado en las latas, lo llevé al banco y después de algunos trámites se convirtió en un importante depósito. Era mucho más de lo que hubiera imaginado. Cuando lo contamos, me sorprendió que había pesos de plata antiguos y de cuño reciente. Entonces me di cuenta que mamá no sólo no había tocado el dinero sino que lo había incrementado para dejármelo. Conociéndola, sabía que eso significaba un acto póstumo de su amor por mí. Con esa convicción la lloré, como una hija llora a su madre.
Emilio se cortó la borrachera y llegó a casa pidiéndome perdón. Con un gran arrepentimiento me juró que no volvería a beber. Me aproveché de su estado de ánimo y lo convencí de que nos fuéramos de Loreto con el dinero heredado. En Guaymas vivían algunos de sus hermanos que nos ofrecieron su apoyo. Amaba a mi marido y deseaba con todo mi corazón rescatarlo del vicio. Quería que nuestros hijos tuvieran la oportunidad de llevar una vida normal y de seguir estudiando. Yo tenía 40 años, salud y fuerzas para luchar por mi familia.
Saqué la sillita que me hizo mi papá y cerré la casa dejando adentro los muebles, los recuerdos y los duendes. Se la encargué a uno de mis hermanos y una alegre mañana partimos en un autobús a Santa Rosalía para tomar el transbordador que nos llevaría a Guaymas. Emilio me abrazaba y junto con nuestros hijos dijimos adiós al entrañable paisaje de la tierra que nos había visto nacer.
La familia había preparado un fiesta de bienvenida y todo era felicidad. Emilio no se resistió a los brindis. Volvió a beber y desapareció por muchos días hasta que lo encontramos hospitalizado. Lo habían recogido de la calle con una neumonía. Estaba muy grave. La primera noche que me quedé a cuidarlo en el hospital, aparecieron los duendes. Corrieron por toda la habitación y luego vinieron a acurrucarse a mis pies. No hicieron por subir a la cama y supe entonces que Emilio no moriría. Comprendí que los duendes no pertenecían a las sombras de la casa de mis padres sino que eran parte de mí, de mis soledades, de mis tristezas, y que siempre estarían conmigo, en todos mis sinsabores. ¡Pst!, ¡pst!, ¡pst!, los llamé amorosa. Voltearon a verme y saltaron a mi regazo para acurrucarse, e igual que aquella primera vez, me sentí llena de paz.
Después de varias semanas, Emilio se recuperó. Los médicos le recomendaron internarse en un hospital de Hermosillo para curar su alcoholismo. El costo del tratamiento era muy alto, pero gracias al dinero que me dejó mamá pudimos solventarlo. Jamás había agradecido a Dios que me regalaran con ella, lo hice entonces. El dinero alcanzó para que Emilio se recuperara y empezara a trabajar. Así iniciamos una vida normal.
Emilio y yo volvimos a Loreto para vender la casa. Me sorprendió encontrarla intacta, parecía que el tiempo se hubiese empeñado en respetarla. Vaciamos los baúles y en ellos encontré fotos e infinidad de documentos de la familia de mamá. Era el 24 de julio de 1990, yo cumplía 60 años y ese mismo día mamá hubiera cumplido 100. Nunca supe cuando era su cumpleaños y lloré, conmovida. Pensaba que para rescatar y atesorar todos esos documentos, calladamente, sólo una mujer como ella. Recogí la foto de mi padre para llevársela a mi hijo, porque era idéntico a él. Cerramos la casa y decidimos no venderla hasta que nuestros hijos vinieran con nosotros y tomar juntos cualquier decisión.
Mis tres hijos son profesionistas, se casaron enamorados y nos han dado muchos nietos. Todos los años vamos juntos a Loreto. Un año abrimos ventanas a la casa, otro cambiamos los pisos, otro la cocina. Según esto para darle más valor a la propiedad. La realidad es que ninguno de nosotros desea venderla y la disfrutamos de muchas maneras.
Ya no hay sombras en la casa, ni en mi alma, y mis duendes se han ido, no obstante, sé que cuando los necesite, volverán.


Texto agregado el 19-03-2006, y leído por 362 visitantes. (0 votos)


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