MI GORDO
Estela Davis
El sudor de mi gordo me inunda. Me penetra hasta los ojos por más que los aprieto, y me arden. El ardor, y el ruidoso chapaleo de su cuerpo sobre el mío, me impiden concentrarme para alcanzar el orgasmo, cuestión indispensable para que él termine y se desplome a mi lado, resoplando. Él es así.
El humor agrio mezclado con un vago olor a aceite quemado que despide su cuerpo, termina de distraerme. Divago, pienso si no será malo para los ojos. Últimamente los traigo enrojecidos a todas horas, aunque no haya llorado. Él mismo me ha dicho que el aceite que tiran de los coches es un residuo peligroso.
Me saca de mi abstracción su voz sofocada, apremiándome.
—¡Termina morrita, por favor! —procuro concentrarme. ¿El orgasmo será una cuestión de tiempo? Al principio tuve algunos realmente espectaculares...
—¡Apúrate mi reina! —decido fingir y después de unos momentos llegamos juntos al clímax. Se queda encima de mí, como muerto. —¡Gordito, por favor, me estás asfixiando! —Resbala a mi lado y permito que la frescura de la noche recorra mi cuerpo empapado. A tientas alcanzo la toalla, me seco la cara y abro los ojos.
—¿Será normal que sudes tanto? —le pregunto, cautelosa. Me responde un prolongado ronquido. ¿Será normal que sude tanto y que ronque de esa manera? —me pregunto con un suspiro.
Lo conocí hace dos años, cuando regresé de Guadalajara con mi título de traductora y una maestría. Mamá me había dejado su coche nuevo. Me pidió que le pusiera gasolina, pero lo olvidé. Después de varios años de ausencia, andaba feliz reconociendo los barrios de mi ciudad. Me fui hasta las lomas de Palmira, para contemplar desde ahí toda la bahía, que esa mañana estaba espléndida. Subí al Pedregal del Cortés y en lugar de regresar por el mismo camino, se me ocurrió tomar una calle desconocida, que me llevó por unas colonias que no imaginaba que existieran. No sé ni cómo vine a salir a la 5 de mayo, mucho más arriba de la Ghandi, donde hice la prepa. Ahí se me paró el coche. Creo que olvidé que estaba en La Paz, porque me moría del susto cuando me percaté que andaba lejísimos de Fidepaz, donde vivíamos.
Ahí estuve, dale y dale a la llave a ver si arrancaba el coche, y nada.
—Se te va a acabar la batería, morrita. —me dijo un muchacho muy moreno, asomándose por la ventanilla.
—¿Quieres que te ayude? Se me hace que no traes gasolina. —agregó, riéndose. Asentí con la cabeza. Observé que tenía los dientes muy blancos y parejitos, y que se le hacían hoyitos en las mejillas redondas. Me cayó mal que me tuteara y que de paso me dijera "morrita". Después de todo yo era una profesionista, no una muchachita cualquiera.
Lanzó un estridente silbido y se le unió otro sujeto que salió de un taller mecánico.
—Abre el cofre, —me ordenó con una voz bronca, que me desagradó.
Enseguida abrió la puerta invitándome a salir o pasar al otro asiento. Hice lo segundo echándole una mirada a su bata manchada de grasa, recordando lo mucho que mamá cuidaba su coche. Trató de encenderlo mientras el otro maniobraba en el motor. Todo para confirmar, que en efecto, no traía una gota de gasolina.
—Ahorita te vamos a resolver el problema, morrita. Pero no se te olvide que los carros funcionan con gasolina, así que en la primera que encuentres le llenas el tanque. Aquí, más adelante hay una.
—Gracias, —balbucí—. Soy la licenciada Patricia Hernández, señor...
—Soy el ingeniero Armando Cota Olachea, señorita. —respondió, y me pareció que remedaba mi acento.
Volví la cabeza, avergonzada. Después de todo, el tipo me estaba ayudando. No supe que hicieron, pero el coche arrancó enseguida. No quiso cobrarme. Di las gracias sin verlo a la cara y arranqué. Así que el fulano era ingeniero. No es tan feo, pensé. Pero, ¿por qué andaba vestido con esa bata tan sucia? Iba llegando a la gasolinera y decidí olvidarme del incidente. Estaba segura que no volvería a verlo en mi vida, y no pensaba regresar a esos barrios por nada del mundo.
Mi gordo se levanta medio dormido, dirigiéndose al baño. Como de costumbre, no cierra la puerta, y hasta mí, llegan los detestables ruidos del chorro de orines y sus pedorreras, como rúbrica. Papá jamás deja la puerta abierta cuando usa el baño y mucho menos, mamá, que es de lo más pudorosa. Los dos son mesurados, hasta para comer. Cuidan su dieta: muchas verduras, frutas, pollo o pescado asado, y así me acostumbraron.
Él es distinto. Le gustan los tacos, los tamales, el pozole, la birria, ¡todos los antojitos! Ciertamente, soy un fracaso como cocinera. Dice que soy muy desabrida. Le gusta que le fría chorizo o machaca que es lo que me sale mejor. Casi todas las noches vamos a comer algo a la calle. Mi gordo no sabe cuándo se llena. Esta noche, se comió una docena de tacos de cabeza, una orden de quesadillas y cuatro cervezas. Yo no quise nada. Me dan asco los tacos de cabeza. Merendé cuando regresamos, un sándwich y medio vaso de leche.
Mis amigas dicen que he adelgazado mucho, en cambio él ha subido cincuenta kilos. Cuando nos casamos, hace un año, pesaba cien. Yo le sugerí que dejara la cerveza, pero se enfureció. Dice que soy una fresa, que lo que había de hacer es aprender a tomar junto con él, para que suba los kilos que me faltan, porque estoy muy flaca. No me atrevo a decirle que detesto el olor de la cerveza, porque se pondría furioso. Él toma todos los días y no es un invento. Vivimos atrás del taller y me doy cuenta que a diario mandan comprar tortas y caguamas.
Recuerdo que mis amigas celebraban mi regreso llevándome a los antros de La Paz, mientras se resolvía lo de mi trabajo en el gobierno y mi cátedra en la Universidad. Una de esas noches volví a verlo. Vino a saludarme a la mesa. Una de ellas, la única que había hecho su carrera en La Paz, había sido compañera suya en el TEC y lo presentó a las demás. Me invitó a bailar y acepté. Soy alta, sin embargo, cuando bailábamos, él se inclinaba para descansar su barbilla sobre mi cabeza. Mide casi dos metros.
Aunque iba muy bien arreglado y perfumado, desde entonces percibí en él ese olorcito como de aceite. Era muy atractivo y mis amigas lo veían con ojos ansiosos, pero él no se me despegó en toda la noche. Me gustó su actitud posesiva. Parecía decir a todos "esta mujer es mía". Creo que esa noche me enamoré.
En esos días, me intrigaba la actitud de papá. No sé que traía entre manos, porque desde que regresé, había dado en insistir que me divirtiera.
—¿Qué prisa tienes por empezar a trabajar? Sal y diviértete con tus amigas. —me decía a cada rato. Pienso que esperaba que me hallara un buen partido (supiera la clase de galanes que tuve en Guadalajara). Sé que tanto él como mamá, hubieran preferido que en lugar de estudiar, me casara y les diera un montón de nietos. Los entiendo, porque soy hija única.
Lo que no quise entender entonces, es por qué se molestaron tanto cuando decidí casarme con mi gordo. Creía que les había simpatizado, porque platicaban con él y hasta lo invitaron a comer una vez. Enseguida decidieron que no estaba a mi altura. Que era un bronco sin educación, que no manifestaba ningún interés en cultivarse y no sé cuantas cosas más. No les importó que hubiese hecho su carrera de ingeniero mecánico, con bastante esfuerzo de sus padres, que vivían en Constitución. Ciertamente, a diferencia de mí, él no hablaba más idioma que el español y no le gustaba la lectura ni la buena música. "Tanto que te esforzaste por terminar la carrera con mención honorífica y por sacar tu maestría, para que vengas a parar en esto". Era la cantinela de papá. Mamá no decía nada, aunque era obvio que pensaba igual. Me encapriché y me porté muy altanera con ellos. Les recordé que mis estudios los había realizado por mi gusto, en contra de sus deseos, y que de la misma manera iba a resolver mi vida. Papá gritó que mis estudios le habían costado una fortuna y no se merecía mi reclamación. Me dio pena, porque en efecto, jamás dejaron de enviarme el dinero que les pedí, sin averiguar para qué lo quería. Debo reconocerlo; nunca les dije que primero tuve un novio en Vallarta y después otro en México, a los que visitaba los fines de semana. Ninguno de los dos tenía un quinto y la que pagaba las diversiones era yo. Todo para que a la hora de la hora me mandaran al diablo. Bueno, al de México lo corté yo, porque le dio por pegarme.
Casi se infartan, cuando les informé que no iba a trabajar, porque mi gordo quería que me dedicara exclusivamente a él y a la casa. Para justificarlo, les dije que estaba cansada de vivir a las carreras, de mal pasarme, de madrugar y de no dormir una noche completa, porque tenía que estudiar. No hablé de otra clase de desvelos.
Finalmente, mamá dijo:
—Está bien hija, eres mayor de edad, cásate, si esa es tu decisión. Ni tu padre ni yo vamos a acompañarte en esta locura, pero si algún día quieres regresar a la casa, aquí estaremos. —me dolió, pero aún tuve la arrogancia para decirles:
—Jamás esperé que me hicieran esto. Mi gordo no es el príncipe de Inglaterra, pero es todo lo que quiero.
Tengo que encontrar la manera de decirle que se bañe bien y que se lave los dientes tres veces al día. Se mete bajo la regadera y en menos de dos minutos ya está afuera, secándose. Me tiene las toallas súper percudidas, igual que las sábanas; y a las fundas con nada se les quita la mancha de grasa de su cabeza. ¡Es increíble! No he conocido a nadie que segregue tal cantidad de grasa. ¿Por qué no usará ese champú que le compré? Creo que nunca lo ha usado ni sabe cuál es. Le da igual usar el mío, y mi desodorante. Estoy segura que si se tallara bien con el zacate y el jabón se le quitaría el olor a aceite quemado y puede que hasta se le limpiaran las uñas. ¡Ay! Tengo revuelto el estómago. El cuarto huele a tacos de cabeza, a cebolla y a cilantro.
Mi gordo se da la vuelta y me deja caer su manaza sobre la cara. Sin poder evitarlo grito y le doy un aventón con las dos manos. Me levanto, sobándome la nariz de donde mana un hilo de sangre. Entro al baño para lavarme y ponerme alcohol. Me veo al espejo. Tengo una cortada en el párpado, donde apenas iban borrándose los moretones anteriores. El sangrado de la nariz no para. ¡Esa maldita costumbre de dormir con el relojote puesto! Me enfurece que el piso del baño esté resbaloso por el aceite, como toda la casa. Se me cae el frasco del alcohol. Por querer detenerlo tiro un vaso, ambos se estrellan en el piso. ¡Perdón gordito! Exclamo asustada asomándome a verlo. Duerme, profundamente. El maldito aprovechó mi ausencia para desparramarse en el centro de la cama matrimonial, donde apenas cabe él solo.
La cama. Esa fue otra de sus imposiciones. "Mis padres siempre han dormido así, acurrucaditos el uno junto al otro", me dijo, cuando le sugerí que la cambiáramos por una king size.
Empapo un algodón con el alcohol del piso, desinfecto la cortada y luego lo introduzco en mi nariz. Voy por el recogedor y la escoba para juntar los vidrios. Paso el trapeador. La verdad, no sé que temeraria rebeldía me impulsa a hacer ruido; pero mi gordo no se mueve. Termino y regreso a acostarme. Me siento en la orilla de la cama: "gordito, hazte para allá", susurro empujándolo con suavidad. No se mueve, "¡gordo, hazte para allá!", grito exaltada. Él, sin dejar de roncar en estertores agónicos, sólo levanta un brazo y lo pasa por arriba de su cabeza.
Observo su cuerpo desnudo sin ninguna emoción. Sus pies quedan en el aire, fuera de la cama. Su estómago se desparrama hacia los lados. Un rodete de papada descansa sobre su pecho. Sobre su muslo izquierdo yace, flácido, su pene. Lo tomo con la punta de los dedos, lo levanto y lo dejo caer. Repito el juego dos o tres veces, sólo para comprobar que, extrañamente, cae en el mismo sitio. Baja el brazo, se rasca el miembro, y luego lo extiende a un lado, como si estuviera crucificado sobre la cama.
Tengo que buscar el sleeping bag para dormir en el suelo. No será la primera vez, porque cuando mi Gordo se toma unas cervezas no hay poder humano que lo despierte. No está en el closet, seguramente se lo llevó al taller. Me visto y salgo. En efecto ahí está, sobre el cofre de un coche; inutilizable, lleno de tierra y aceite. Sin meditar, salgo a la banqueta. En el tanque de la basura, brillan, ambarinas, las panzas de las caguamas. Echo a andar decidida.
Es de madrugada. Estoy enfrente de la puerta de mi casa en Fidepaz. Mi corazón late desbocado. Voy a tocar, pero cuando estoy por hacerlo siento la enorme mano de mi gordo que tira de mí.
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