A la memoria de Isaac Asimov y Gustavo Malomo, creadores de mundos.
“La humanidad es el camino que tomó la naturaleza para llegar a producir cinco o seis hombres valiosos”
Leído alguna vez en un libro que olvidé y cuyo autor tampoco recuerdo.
Durante un período impreciso de mi vida, existió en mi mente la necesidad de expresar una serie de ideas más o menos concretas, dependiendo del grado de ansiedad o tristeza que estuviera atravesando. Rara vez valió la pena el esfuerzo de tomar la pluma y los cuadernos. Acaso bastase con el intento. No lo sé. No seré yo el encargado de juzgar la valía de mis esfuerzos. Sin embargo una pequeñísima partícula de ansiedad —o tristeza— quedaba definitivamente atrapada en una hoja, encerrada en forma de garabatos y de esa manera, fuera de mí.
No era posible, en cambio, liberarme definitivamente de esa necesidad de tomar la pluma y los cuadernos. Un poco porque la ansiedad y la tristeza son frecuentes en mí a causa de ser como soy. Y otro poco porque, con el devenir de los días, la escritura —con esto me refiero a la acción de escribir— y los estados de ánimo establecen de comienzo un feed-back o retroalimentación y por último un círculo vicioso.
Esto significa que al principio la tristeza me movía a escribir, y que luego era escribir lo que me producía tristeza, lo cual me forzaba a escribir aún más. Y la escritura me ponía triste y ansioso o angustiado e inquieto. Con el tiempo generé una adicción y la cosa se invirtió: Me ponía triste para escribir.
Y cuanto más escribía, peor estaba, pero mejores textos me surgían.
Y así, prontamente me agoté, consumido por una tristeza que ni leer, ni comer, ni afeitarme ni bañarme me dejaba. Sólo me permitía escribir —Tengo callos y sobrehuesos en pulgar, índice y dedo mayor que lo prueban—.
Y cada vez necesitaba más dosis, cada vez más.
Tristeza y cuadernos de ochenta y cuatro hojas.
Las lapiceras no me duraban una semana —quizás ni siquiera tres días—.
En ese momento, claro, las cosas no tenían nombre de “cuaderno”, “dedos” o “lapicera”. Tan alienado estaba.
Turbado, tuve que esperar bastante para darme cuenta de que era imposible continuar así. Que, por mucho que escribiese, jamás nada de lo escrito valdría algo.
Suelo ser callado. Y en silencio fue que noté que varias de mis ideas debían ser llevadas a un plano de existencia más “real”.
Nació entonces en mí la vocación de arquitecto que iba a liberarme. Fue de pronto.
Una certeza.
Y acaso fue entonces la primera vez que hablé.
—Hágase la luz— dije.
Y la luz se hizo.
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