Un día anduve en el Matto Grosso. La selva no me dejaba deslizarme bien. Iba yo en la mitad del grupo, intentando buscar razones y porqueses para las preguntas de la vida. Cierto es que nunca he sabido menos que ahora, y pareciera que con el pasar de los días mi ignorancia crece. Me someto, es verdad, al escarnio público de disminuirme día a día y envilecer mis actos por un sentido de la consecuencia mortuoria.
Murió el guía. Murió el sujeto que arreglaba artefactos eléctricos. Murieron ambos y yo no pude hacer nada. Cuando estás perdiendo esos nortes, y se te asemeja todo a una gran bola de boliche por el andén erróneo, no queda más que enloquecer y decir cualquier cosa. Lo primero que se te venga a la cabeza. Algo incoherente, algo selvático. Debes, necesitas, pensar en algún lugar lejano que haga las veces de escondite para la memoria, y las luces del Wundt, que se habilitan como el magma candente de un volcán en erupción.
Porque cuando comienzan los días de frío todo se transforma. La música glássica suena de respaldo (memorphoses) y los pasos son triquiñuelas solitarias de un eco atormentado.
Lo malo es que recordar es corrosivo. Corrosivo pero gratuito. No sé cuantas cosas más habrán de sucederse. No sé si algo de esto valga la pena de escribirse. Probablemente no. No hoy. Después. Cuando todo se ve lejano es más fácil de decir, de centrarse. Tú lo sabes, y yo, y tú también. Varios lo sabemos. Las cosas de más lejos se ven más pequeñas, así como la tierra desde la misión espacial MIR, que ya no está en órbita.
Los astronautas del MIR deben haberse sentido demasiado sabios allá, por eso dejaron que la estación se viniera a tierra en forma de metorito matando a todos los dinosaurios. Y esto fue lo que quedó. |