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Ella sólo gemía a pedido, con la intensidad en que su hombre la llevara hacia la cima. Mariana rondaba la edad del invierno, con sus ojos bordeados de noche, la mirada oscura y su cuerpo avejentado que florecía entre los pechos. Había vendido su cuerpo desde pequeña bajo los faroles que hacían esquina con la nada, sobrellevando el acoso de un padre bautizado en el alcohol y de una madre rozando la locura. Aún así había logrado el mejor precio que ofrecía la ciudad bajo la tutela del rufián de turno llamado Chelo. Y la madrugada la encontraba dentro de algún auto lamiendo una piel desconocida o recostada a la par de su mejor postor en un hotel del bajo. Su vida se había ido construyendo con las sobras de los otros, bajo las cenizas del dolor que los hombres le dejaron ya rondando los cincuenta, en su cabello moreno llovido por las canas. Como una gata culona contorneaba su silueta en las aceras de los callejones, revisando cada auto que pasaba bajo una mirada incierta, mientras lubricaba sus labios embebidos de rencor ante un potencial cliente. Y sus tacos recorrían la furia de las calles que gemían placenteras para culminar bajo un cielo abierto en demasiadas lunas, con las piernas sobre los tapizados impregnados de tabaco y las ilusiones desbastadas. Su primer amor fue el padre quien desvirgó su infantilismo para enseñarle todo bajo la tutela de una madre complaciente abstraída en otros mundos; su segundo amor, un cafiolo ladino y vengativo entrenado en las cuadras donde la muerte recobraba su dolor. Era el único que no pagaba los encuentros, ramificado entre las tetas desoladas jadeaba su hedor expulsado en las primeras gotas del orgasmo, mientras agitaba su silueta de rufián dentro y fuera de Mariana. Nunca la quiso sólo mantenía aquella relación que acrecentaba sus ganancias para desmoronar lo poco que yacía en su interior. Y aunque ella sí lo amaba bajo el humo de la infancia rondando los talones, arrugada en el silencio de no ser nadie y querer tenerlo todo, igual arrastraba los fracasos en el abismo de su vida. Esa noche Chelo había transgredido toda norma invitándola a cenar en su departamento; ella se untó el cuerpo de cremas masajeando las heridas, probando sus mejores trajes sin prostituír para el encuentro. El timbre la anunció sobre los zapatos de noche, entre las sombras acentuadas de sus párpados que armonizaban con el solero negro, mientras él la hacía entrar con su sonrisa rodeada de un bigote avieso. La cena ardía sobre el fuego junto a las botellas, la tomó de la cintura mientras agitaba su lengua por el cuello, domesticando ese deseo paulatino del cuerpo que le pedía todo. Mariana sólo dejó que sus labios la recorrieran con los ojos entornados de felicidad; detrás, la puerta de la habitación abrió el cuerpo de madera para dar paso a cuatro hombres de todas las edades que se abalanzaron hacia ella; trató de desatar los brazos que la aferraban a este nuevo encuentro mientras le rogaba que se fueran:
- Chelo, ¿qué es esto?, por favor – azotando con sus manos la espalda de su amado –
- Vamos Mariana unos tipos más no te hará nada, me lo vas a agradecer – le decía, a la vez que apoyaba su cuerpo junto a ella –
El resto de los hombres había comenzado a desnudarse para ir tomándola poco a poco, su cuerpo pataleaba inquieto mientras ellos empezaban a rozar su piel, abriendo las bocas sobre los pezones que se extendían en sus lenguas, llenando los huecos de infinitos dedos para ramificarse en más como una vorágine caliente. Ella sólo pudo gritar el nombre de su macho mientras los demás vejaban su interior en una masa amorfa de carne; Chelo había tomado distancia para disfrutar el deseo de los otros que traspasaban a su puta con los penes erectos, sintiendo ese cosquilleo punzante que limita con el diablo mientras se masturbaba al contemplar. Y la piel de hembra se fue tornando de un sabor amargo que chorreaba en una catarata blanca bajo las miradas de todos que agitaban sus manos en el sexo; él se detuvo frente al rostro, mientras suavemente derramaba su esperma en una ola de suspiros colectivos que corría por los labios deslizando hasta su cuello para perderse en las axilas, a la vez que la multitud aplaudía entre risas desparramando sus blancuras sobre el pecho. Y las bocas se aunaron mezclando ese sabor agrio entre sus lenguas que desataba una y otra vez el morbo anclado en las entrañas.
La noche había llevado su oscuridad hacia la luz del día; en el cuarto Mariana yacía abandonada de placer con la silueta pegajosa sobre la cama y su mirada tiesa prendida al infinito.
Al atardecer su silueta algo más sacrificada volvía a oscilar entre los callejones sin salida.

Ana Cecilia.



Texto agregado el 05-02-2003, y leído por 637 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
05-02-2003 Ana: La caida, la muerte en vida, el asco de ser, pero todo tan cerca de la voluntad pero tan lejos de los hombres, tan lejos de saber que vale la pena cambiar..., impresionante..., almas podridas al desnudo, el egoismo en su maxima expreción..., y alguien que no sabe (o no quiere) escapar de aquella carcel sin puertas. Un gran tema, me gustó mucho el desarrollo, creo que la manera de contarlo es la justa y necesaria para que todo lo que tiene la historia nos nos duela lo que nos tiene que doler. Felicitaciones. Un beso, segundo
05-02-2003 Bueno, buen final. Solo le falta pulir la estructura. Un poco de respiro, pausas, puntos aparte, espacios vacíos que permitan respirar. No demasiados tal vez, Uno mportante sería cuando empezás a contar el comienzo de la historia, el principio. Y sobre el final, un espacio activo para mantenernos a los lectores con la mirada perdida en ese mismo infinito que prendió a la protagonista. Lo que más me gustó de este fue que adjetivaste lo justo y necesario (para mi propio y personal gusto, claro). Repito, muy bueno. marxxiana
05-02-2003 Muy bueno Ana.Existen cosas así,para suerte de algunos y para desgracia de otros,pero existe. La vida continua... Besos.Manuel lorenzomontserrat
 
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