Sucedió un día de tantos, de esos que emergen en la familiar y pacífica existencia, de aquellos sin color que se deslizan sin cantos y apenas sin sentir por el camino de la concurrencia, cuando al estar los hermanos chiquillos contando cuentos divertidos, nos llamaron la atención unos gritos algo de tono subidillos, que eran por demás de sobra conocidos.
Era la voz del hermano mayor y más alto que, andando cumpliendo su trabajo de lechero, nos sacó de nuestro pasatiempo placentero, para llenarnos de pronto de angustia y sobresalto.
—¿Dónde están los animales que deben estar cuidando? —Gritó reclamante con voz de mando, muy clara y profunda, y blandiendo el cinto fustigador, indicando una concertada y bien ganada tunda.
—“Pos’, andarán por ahí pastando”. —Fue la respuesta helada de la chiquillada que en recambio dimos a coro y casi llorando; pero de la vaca, del caballo correlón, la mula y el torito, no veíamos ni rastro, ni nada en toda aquella dimensión y su distrito.
Entonces el hermano mayor en forma discreta, encareció en tono conciliador, ya depuesto todo ardor y olvidando la galleta: —¿Pero, niños, por qué no ponen atención a su obligación? —Corran, y vayan pronto a sacarlos de un ajeno sembradío, donde han entrado al traspasar el río. —Y añadió en tono afligido y con los brazos caídos: —Que no los vaya a sorprender antes el dueño de la amelga, porque es seguro que si no los cuelga, jamás los volverán a ver; recuerden que esa gente rica es de grande influencia y puede llamar hasta un batallón militar de la intendencia.
Y fue hasta entonces que nos percatamos cabalmente que del pradal de aparcería y de sus amplios arrabales, habían desaparecido disimuladamente llevándose el bozal cuatro de nuestros cinco únicos animales.
Éstos eran por orden del recuerdo: una mula golondrina muy fina y de primoroso aspecto que a nadie cansaba contemplar su espectro. Toda ella era una fantasiosa estampa: vigorosa para el trabajo del apero y la zampa, que por amor a la verdad mucho nos había costado amansar. Luego, el no menos airoso caballo color granate o bermellón, raudo y veloz como el mejor corcel, pero que tenía de copete y pompón una perenne y feroz hambre cruel. Éste en una de sus grandes asonadas, ya le había dado al abuelo algunas tumbadas. Después, estaba aquella vaca inestimable, que daba leche para tomar y el diario entrego a la lechera; ésta la adquirió papá como un negocio según nosotros criticable, pues era chiquita cuando cedió por ella una marrana grande de primera. Y, por último, el crío recental recién parido, que al igual que los demás se hizo el perdido. La yegua era entre todos la más fiel y campechana ya que nunca le gustó irse sin permiso a la jarana.
Raudo como una flecha que nadie alcanza, tomé la iniciativa y de un salto que la tomó desprevenida, monté en mi potranca mansa, la cual pacía con su usual impertérrita calma, en un manchón o lunar de zacate grama; pero dio un salto tan alto por la sacudida al sentir la embestida, que por poco me voy de bruces junto a unas cruces. Cierto que ella todo lo soportaba, pues era tan dócil y disciplinada, que nunca necesitaba de bozal ni lazada. Y luego de describir unas vueltas en gracioso tumbo, como yegua asaz educada, esperó que le indicara el rumbo, para comenzar veloz la partida.
Firme en sus lomos pulposos, cual corredor y domador de potros, allá fui veloz en ancas de mi yegua bermeja, con la melena alborotada, rechinando los dientes contra la menuda tropilleja que en forma disipada nos gastaba aquella trastada. Y en efecto, entrados en festín de gala bandolera, nuestros graciosos animales, pastaban como birlescos sinvergüenzas un agradable alfalfar de solera, dejando de lado las finas maneras y todos los temperados y clásicos modales.
Verme como iba de mohíno, harto enfadado y empezar la repatriación, todo fue uno en los animales taimados que olieron mi excitación. Pero al subir la última loma, antes del puente del río, el caballo coralino de rebosante brío se propuso el muy ladino gastarme una pesada broma. Este efebo e impetuoso corcel indómito y levantisco, nada aturdido por cierto el galán y cabecilla del aprisco, cuando vio que los demás se embalaban en concierto campante hacia su natural faja mangante, dio media vuelta el pillete para seguir con su brete.
Y aquí debo recordar con angustia plañidera, que en el galopar de este vuelo, montaba sin bridas y a puro pelo, y que la repatriación se hacía sobre la carretera. Esto es oportuno recordar, porque sólo así podrán apreciar las consecuencias del singular y estremecedor acontecimiento, que perfilo en este dramático y acreditado cuento.
Me había extrañado hasta aquellos momentos, de los animales docilidad tan espontánea, pues sin usar ásperos o imprudentes tratamientos, no había tenido que fustigar siquiera su piel cutánea. Todos iban subyugados de regreso avergonzados, marcando el paso a ritmo semilento, bamboleando la barriga y el corazón contento, bien hartados con pastura de aquellos ricos sembrados. Tampoco ameritó admonición o echarle ni siquiera un grito, pues cándido al lado de su madre, como gata mansa, se encaminaba pegado a su panza el retozón y gracioso becerrito.
Cabalgaba por eso contento detrás de la reducida majada, cuando de improviso el caballo brioso empezó su acelerada y acto seguido el galope furioso. Mi dócil penca iba tras él desde antes, cuidándolo paso a paso en sus desplantes, y cuando el bólido se desbocó, ella también lo siguió. Aunque era de menor fuste y estatura, soltó también su pelambrera, y porque era leve el peso del jinete sin postura, casi se le emparejó en la carrera.
En ese preciso instante, no puedo decir que corría, sino más bien volaba. Sí, cuando el jinete cabalga con tal celeridad y empuje sobre el suelo, es como cuando un piloto comienza a remontarse en vuelo.
Los árboles y todas las cosas del borde de la carretera enchapopotada, empezaron a correrse como en banda acelerada, y hasta el tórrido calor del día opacado con la brisa de aquella imponente prisa acariciaba mi rostro y sonreía.
Sólo que de pronto se detuvo el taimado corcel en seco y rectificó el rumbo sin avisar; y en aquel mismo momento la yegua resuelta describió el mismo fleco para poder regresar. Cierto que ella lo hizo en modo violento, pero de buen instinto, sin desconfiar; mientras que el cuaco truculento para darse tono de listo con ánimos de engañar.
Fue, como dije, un alto total y en seco sobre el duro pavimento derrapante que degradó las herraduras y pezuñas del animal enteco y votó por los aires al confiado cabalgante. Con un puño de crines arrancados de la cabellera y clavándose las uñas en la palma de la mano, dio tremendo costalazo sobre el suelo este fulano, retorciéndose el espinazo y revuelta la mollera. Y no paró todo en eso, pues con un deslizadero de esos, no podía quedar ileso, y agudo se escuchó el crujidero de huesos.
Sobre la pavimentación azabache de la carretera señalada quedó sembrado de repente sin brillo el montador, sin sentido y sin huarache, acabando en aquel instante la persecución y carrera alocada del pastorcillo volador.
No perdió el sentido integral ni fue rebajado su orgullo, como bien se podría suponer, tan sólo el de la ubicación, y luego el de locomoción, pues queriendo incorporarse ningún miembro suyo le quiso obedecer.
Pasaron varios minutos de angustia electrizante, de esos que huelen y rozan el sabor de la amargura penetrante y sin igual ida o privación; pero también en forma coincidente o mera casualidad, ningún medio circulante se vio transitar por aquella extensión, ahuyentando así una mayor fatalidad.
Y siendo como era travesía común regional, hecha para automotores y ómnibus mecanizados y no volquetes de tropel asnal, había peligro de quedar los dos atropellados. ¡Ah!, pero todavía no he dicho en mi relato, sin duda alguna por la emoción, que no estaba solo en aquel lance ingrato y fracasada persecución.
La potra comedida y fiel yacía al lado del jinete malogrado, contemplando incrédula e impotente aquella postración, pues enseguida se había puesto frente a él como resguardo, y dejaba ver marcado en su semblante un rictus de ternura y aflicción. Era una estampa portentosa, digna del más ilustre pincel: la jaca firme, compasiva y llorosa, y a los pies inerme su querido doncel.
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