En el despertar del día las pisadas del viejo borrico resuenan entre las calles que conducen a las afueras del pueblo, el labrador siembre detrás, camina sumido en sus pensamientos iluminado por el alba tenue y fresco.
El borrico conoce el trayecto, ya son muchos los viajes y reconoce claramente los olores que desprende cada rincón del recorrido. La espesa y adormecedora fragancia del horno de pan... los geranios de la señora Filo... el olor agridulce del matadero por el que pasan al final del pueblo... Y luego... el campo fresco, que no impregna el hocico de olor a hombre. Un sinuoso camino desgastado se pierde entre las llanuras que ahora se tornan verdes en esta época del año.
La jornada es larga, y el labriego sudoroso trabaja afanosamente en los campos de espliego, este año la cosecha será buena.
De regreso el borrico en su rutina vuelve cargado, a veces con leña, otras con las gavillas recogidas, siempre con las herramientas de labor. Pero el trecho es agradable al final espera el corral con paja fresca y agua.
Cerca del pueblo últimamente acelera un poco el paso y se detiene en el mismo lugar, junto al camino crece una margarita de siete pétalos blancos, su aroma es delicado y el verdor de su tallo y hojas destaca entre las piedras de la orilla.
Siempre tentado de echársela a la boca, al final no lo hace y el labriego le azuza cariñosamente para que continúe con su carga.
Los días pasan tranquilos y el espliego ya levanta hasta la rodilla.
Aquel triste día el borrico se paró nuevamente en la orilla del camino junto a la margarita aprovechando que el amo había parado ha hablar con las vecinas en su paseo de la tarde. En los hoyos de su hocico el aroma juguetón de la margarita turbaba al indeciso borrico. Su boca se llenó de saliva, el día fue caluroso y la garganta seca pedía alivio, pero ¿por qué comer tan bella flor? Lo cierto es que no vio nunca otra flor igual y ese olor estremecía su alma de caballería, claro que si tan bien olía, cual sería su sabor ¿acaso dulce?... el burro miró a su amo que seguía hablando animoso con las mujeres, Agachó el pescuezo, aspiró la fragancia de aquella flor excepcional, cerro los ojos y de un bocado la margarita desapareció.
Su sabor no defraudó, jamás ramoneó otro pasto tan sabroso, el paladar se deleitó pero la sensación intensa y excitante se tornó rápidamente incomoda, como una cascada que se vierte por dentro, ¿qué había hecho?.
El labriego no entendió por qué el burro seguía caminando sólo por el camino, no atendía su voz, parecía tener prisa por llegar al corral. En realidad huía, huía de la escena del crimen, no quiso ni mirar atrás. El labriego despidiéndose aceleró el paso para alcanzar al borrico.
A la mañana siguiente, el borrico despertó abatido, recordó la margarita.
Al salir del pueblo miró en la orilla tal vez con la esperanza de ver nuevamente los siete pétalos incandescentes...ya no estaban, él los había comido, ni la noche entera había bastado para borrar el aroma sutil que aun permanecía manchando las piedras de la orilla.
Se apartó y siguió caminando, el labriego no entendía el comportamiento de jumento, no era el de siempre.
Inquieto buscaba entre el espliego otra margarita. No había suerte.
De regreso por las tardes, miraba de reojo la orilla del camino, levantaba el morro y pasaba indiferente por el vacío del recuerdo.
Pero el tiempo fue agrietando su indiferencia, en su vida de burro olió muchas flores y plantas pero aquella fue especial. Si no se la hubiera comido! al retornar en la tarde podría fijarse en el destello blanco que entre las piedras resplandecía como diciendo-hola burrito- te regalo mi aroma.
El sudor, el polvo, el calor seco, y el cansancio se borraban cuando el burro se paraba ante la flor, pero ya no estaba y algo se rompió por dentro del borrico.
Una tarde parado ante el hueco que dejó la flor, el burro, lloró.
Algo nunca visto por el amo del burro, que en silencio con la inagotable sabiduría del inculto observó en silencio sin molestar al animal, que en sollozo ronco gimoteaba con expresión lastimosa.
Su alma quebrada por el arrepentimiento sincero, pedía airear su tristeza. Y las enormes lágrimas del burro se derramaron en la orilla del camino. El labriego acariciando el cuello tupido de ese pelo grueso y duro le animó a continuar, sin saber exactamente qué estaba pasando. Algunas cosas no se pueden razonar.
Y siguieron su camino mientras anochecía.
Y pasó.
En esas lágrimas de animal, el mas poderoso gesto de pesar, obró, y algo que nadie olvidará en aquel pueblo, sucedió en menos de una semana...
A la orilla del camino comenzaron a reverdecer brotes de margarita, de todos los colores pintando en una caótica acuarela todas las inmediaciones del pueblo, las eras, los bordes de las sendas, los yermos y los bordes de las casas.
Todas de siete pétalos.
Nunca hubo tanto color.
El burro no volvió a ser el mismo y su último año de vida lo vivió respirando el alivio del perdón que tenía un delicioso aroma a margarita.
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