Hace dos años que toma el mismo bus, en el mismo paradero, a la misma hora. Hace dos años viaja con la mirada fija en la ventana, hacia el hospital. El mismo chofer, los mismos pasajeros, las mismas fachadas, los mismos postes de luz. Todo le es extremadamente familiar.
Conoce cada calle recorrida, cada tienda. Los pasajes, los números, hasta aquella vereda rota, junto a una panadería, donde se sientan dos muchachos que ella ha visto convertirse en novios. Envidiaba sus besos de 6 de la tarde y la felicidad que parecían emanar. Los ve día con día. Y se ve a sí misma saliendo temprano de casa, llegando a la universidad, observando la clase sin oírla, almorzando sin ganas, lo que logra meterse a la boca, mirándose al espejo, justo antes de salir a ver a José.
Es alta y delgada. Casi imperceptible desde que José está en el hospital. Con unas sombras debajo de los ojos. Unos ojos que lloran para no llorar. Unos labios que practican una bella sonrisa, frente a la ventana del bus. Un corazón que se le sale por todas partes, que ella contiene. El pelo más largo que nunca, atado en un lazo fuera de moda. En la infancia José la peinaba con un cepillo dorado. Y la llenaba de cintas de colores.
Minutos antes de la espera en el paradero, entra a un supermercado a comprar chocolates. La mesa metálica del cuarto de José está llena de cajas esperando ser abiertas. José lleva en coma 2 años. Las primeras cajas eran para diabéticos. Daniela sabía que él no podía excederse con el azúcar, pero el día que los probo, jamás volvió a comprarlas.
A lo lejos, el gran hospital es todas luces. Percibe el olor a enfermedad cuadras antes. Ese olor a muerte. Ese olor que todos pretenden no sentir, pero que a ella la penetra hasta causarle un dolor de cabeza. A pesar de ello entra decidida. Toma el ascensor, saluda a las enfermeras. Respira hondo mientras abre la manija. Pone la sonrisa que ha estado ensayando. Un beso en la frente. Y las usuales promesas de atiborrarse de chocolates juntos. Ya se había acostumbrado a obviar los miles de tubos que veía entrar y salir del cuerpo de su abuelo. A no escuchar el sonido que hacía aquella máquina salvavidas.
Hace algunas bromas acerca de lo bien que él la pasa allí durmiendo todo el día. De lo lindo que lo tratan las enfermeras, de que él es un rey, y no mueve un dedo. Daniela le cuenta que el mundo es bastante feo, como para que José quiera salir a verlo. Que es mejor estar allí, descansando. Que así se es más feliz. Que un día ella también se iba quedar a dormir a su lado. En la cama contigua. Que iban a pasarse la vida así. Lejos de todo aquello que no valía la pena.
Ciertos días no dice palabra alguna. Posa la cabeza junto a la palma abierta de José. Susurra alguna canción. Cierra los ojos y se ve sentada en una gran silla labrada. Una silla que José le había hecho para su cumpleaños. Una silla de reina, le había dicho. Las cabezas de dos leones, a los lados; en las patas, unas garras; una hiedra, recorre el respaldar. Una corona ornada al fin de la gran silla. Su abuelo con el cepillo dorado, contándole un cuento. Pero no un cuento de hadas, porque los cuentos de hadas eran de lo más falso que se le podía decir a una niña, según José. Un cuento de piratas, de marineros y tesoros robados. Un cuento lleno de aventuras. Que José alargaba noche tras noche.
Es la hora de irse a casa. Lo abraza, le da las mejores caricias que él le ha enseñado. Cuando siente las llagas que han surgido en su cuerpo, aprieta los dientes. Un buenas noches, para mi abuelitito.
No se puede hacer nada señorita. El doctor encargado la compadece y ella lo detesta por eso. Daniela tiene 20 años y ama a su abuelo. Lo ama como nunca a amado a nadie en la vida. Y no puede dejarlo ir. A veces piensa que lo que hace es egoísta. A veces le pregunta a José que es lo que él quiere. Sus padres viven lejos, están ocupados. Sin ellos no podrían mantener a José, ni pagar su universidad, ni los chocolates. Pero siempre han sido ella y él, con ese dinero que siente extraño. Con esos padres que prometían estar cuando sea grande. En unos años más, estará toda la familia junta. Esa era la frase de cada año. Ya era grande, ya habían pasado los años, ya no soñaba con la familia junta.
Ya tenía su familia.
José reía con cada cosa que Daniela descubría en el mundo. José era unos cuantos centímetros más alto que Daniela, mucho más delgado. De apariencia débil por todas las enfermedades que tenía, entre ellas el asma que su nieta había heredado. Abuelitito tomaba miles de pastillas para no toser tanto, para reírse con esa fuerza. La mirada que lo dice todo. El carácter duro, serio. Con ese poder que se muestra por encima de la apariencia física. Sólo Daniela lo convertía en un ave.
2 años de la misma rutina. 2 años de ensayos, de acumular ilusiones de niña. De aferrarse a lo que más quería en la vida. De no dejarlo ir. De pedir a todos los dioses de los cuales había escuchado, que su abuelo abra la puerta, con esa fuerza que ya no le ve, diciendo que todo está bien. De pasar la navidad, el cumpleaños con él, en ese frío hospital. 2 años de perderse todo, sin arrepentirse. Lo que sea, se decía, lo que sea porque te quedes.
Un viernes lleno de estrellas, de niebla, el doctor la detiene en el ascensor. Ella sabe que le dirán. Sabe que las cajas jamás serán abiertas. Sabe que se tendrá que peinar sola. Sabe que ya no puede evitar ver los tubos. Que los dioses aquellos no la escucharon. Que ya no tomará el mismo bus cada día después de la universidad. Que ya no tendrá que ensayar ninguna sonrisa. Que la silla de reina terminará podrida en la esquina más oscura de sus ilusiones de niña.
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