De las cosas más absurdas que me han tocado constatar es el encanto con que sueles caminar hacia la dirección equivocada. Me gustaría borrarte ese par de tobillos y poner ahí una silla de playa reclinada casi al nivel del horizonte; quizás así deje de encontrar absurda esa encantadora manera de contonearte cuando te aproximas al error.
Yo me pregunto, de vez en cuando, cuando la noche no quiere dejarme jugar bajo las sábanas, dónde queda el recuerdo de los primeros encuentros: tocamos sin hacer preguntas o intervenir con frases mal o bien hechas, cualquier contacto accidental nos purifica violentamente y todo, hasta lo más fortuito, nos hace volver al punto inicial; no será que este dramatismo ignorantemente autoimpuesto sólo es un montaje de la otra cara de un “te quiero” ¿Cuándo se volvió todo sumamente mortífero a nuestros paladares? Quisiera hallar la respuesta en la resignada forma en que te miro mientras extiendes tu mano al interior de tu cartera buscando el encendedor; ojalá lo encuentres, no vaya ser que me vuelvas a culpar de tus errores.
Cuando dejas de darme la espalda y tu lengua arroja fuego y azufre, tengo miedo de que el roce de mi pantalón contra tus piernas te provoque la muerte. Me da rabia, pena, las dos al mismo tiempo, pero prefiero que me cortes el corazón o me podes el alma antes de que yo muera para ti: no quiero ser un recuerdo. Una de las cosas que me vuelve los pelos de punta es la posibilidad de tener que experimentar mi existencia como algo fútil para la tuya. Yo no puedo sin tu vida vivir, y me arrastro por el mundo tras tus piernas buscando mi corazón que cayo de tanto rozar el filo de tus tetas. A que ya olvidaste donde fue a parar.
Aún así me gusta ver cuando te diriges hacia el desfiladero, es mi pequeña venganza, mi “te lo dije”. Vas ciega, desmenelada de razones y con tu rostro frígido por que sabes que el encanto no te salva de esta. Pero duele y lloramos, porque no sabemos como buscarnos entre roces y texturas diferentes. Por mí que todo se hubiera quedado igual: nada de miradas coquetas, de besos largos y cortos, nada más de desvestirse. Hubiera sido todo más fácil si no pusieras esa mirada cuando fallo, o yo no me excitara cuando te veo a las puertas del suicidio.
Pero nos quedan los encuentros, la promesa autocumplida que nos devuelve la intima desazón de que nada es porque si, de que todo puede volver a ser como antes, pero que es necesario tocar la vergüenza y la humillación para entender el porque lloramos y también nos sonreímos.
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