“El Nido es el que todo lo guarda, como los huevos que esconde.”
Después de aquella charla ahora lejana, el pilar abandonado tomó el lugar de las camas en la oscuridad, de cuando jugaba a las adivinazas con Félix Galdós. Aparte de aquellas sesiones de misterio, me dedicaba a visitar a Sofía Flores, la sobrina del Junco: había aprendido a llamarlos por sus nombres- pues eran estos y no los otros, sus verdaderos nombres.
Sin embargo el verdadero juego no estaba en nombrarlos o nombrarlos de la forma correcta; el ludo se encontraba en desenmascararlos, y traer sus rostros envueltos en tinieblas, a la luz.
Como me dijo la primera vez, lo que quería Pietro Daneri era que entendiera el misterio de las figuras, aunque fue claro al señalar que sólo en el momento indicado podría yo conocer el origen de todo aquello, la raíz de un roble fortísimo, resistente, casi indestructible.
-Mientras tanto te puedo decir lo que puedes saber: Shache significa Nido.
Lo conocí un jueves por la tarde, a la hora del almuerzo. Antes, lo había visto un par de veces: en las clases, era un chico aplicado, inmerso en las palabras del profesor; en los pasillos y el patio, tan sólo parecía distante, ausente.
Su nombre era Andrés Salaverry. Era alto, flaco, y de una mirada triste y nostálgica que escondía tras de un par lentes de botella. Desde ese día, compartíamos sitio en el comedor.
Una vez casi me animé a contarle de “ellos”, pero no encontré las palabras.
-¿Sabes quiénes son ellos?
-¿Ellos?- me dijo.
-No, nada.
Se encogió de hombros. Aún así, me inspiraba confianza. De modo que en pocas semanas, llegó a saberlo todo sobre mi vida en el claustro: mis calificaciones, las cartas que les escribía a mi padre- eran exclusivamente informativas-, incluso llegó a saber de Sofía Flores, la sobrina del Junco.
-¿Has visto mi libro de química?- le pregunté una vez, pero sólo encontré negativas.
De esa manera fue cómo me enteré de que había una especie de cleptómano rondando los alrededores. No sólo se extraviaron mis libros, sino también el reloj- que me había quitado para una clase de biología.
No tardé, sin embargo, en encontrar al culpable, a pesar de que había permanecido desapercibido por tantos años. Sucedió después de clase de Matemática, cuando quería dejar en la carpeta de Andrés Salaverry el libro que me había prestado. No obstante, equivoqué la carpeta, pero lo que encontré en ella no sólo fueron las pertenencias del dueño, sino de ciertas cosas perdidas por mucho tiempo.
-Roberto Gálvez- me dijo Andrés cuando pregunté quién se sentaba detrás de él.
No resolví en delatarlo pues había algo más que ocupaba mi cabeza: Pietro Daneri no me había dado más información sobre el Nido (Shache); pero una madrugada la voz perturbada de Félix Galdós me despertó:
-El Nido es el que todo lo guarda, como los huevos que esconde.
Y es que Roberto Gálvez tenía ocultas muchas cosas.
En la octava sesión al pie del querubín sin alas, fue sobre los pallares: los pallares mochica. Fue sólo hasta aquella reunión cuando entendí el misterio de los nombres, los verdaderos, aquellos que eran Roca, Junco, Candela y Nido (Pon, Faig, Oog y Shache, respectivamente.)
-Son doce- dijo Daneri.
Mientras hablaba colocaba los pallares, uno al lado del otro, sobre el filo la pileta. Yo no decía nada: había aprendido a escuchar, sólo a escuchar.
-Son doce las figuras que se esconden entre las sombras- continuó.
Y una a uno, las fue señalando, en los doce pallares decorados, pues cada uno de ellos correspondía a cada una de las personas cuyos nombres estaban escritos en otra lengua y, así, cada uno coincidía con todos los meses que guarda el año que conocemos: Jaa (Agua), Pon (Piedra), Oog (Candela), Jian (Sol), Ghiis (Tierra), Shiac (Pez), Nii (Mar), Quechcan (Canto), Faig (Junco), Shache (Nido), Nech (Río), Shi (Luna).
Y es que tenía el conocimiento de cuatro de ellos, aunque- había que aceptarlo- también tenía el conocimiento requerido para completar, aquella armadura de bronce que se había quedado sin terminar. |