Camino lento bajo la lluvia, encapuchado y disfrutando del ruido que producen las finas gotas de agua cuando caen sobre mi impermeable oscuro. Miro a la gente correr a mi alrededor – Necios – Pienso, sonriendo. Me encuentro pasando el tercer tacho de basura naranja desde Libertador y por reflejo saco un cigarrillo de mi cigarrera y lo prendo. Ahora me encuentro exactamente a un cigarrillo de distancia de la Avenida Cabildo.
Veo venir, chapoteando a toda velocidad, a un chico de unos 10 años. Con una mirada furibunda le advierto que, de salpicarme, terminará el día en un hospital contándole a su madre una historia que terminará con la frase “... Y me pateó tan fuerte la traquea que me incrustó en la reja de una casa”. Pasa a mi lado sin repercusiones, y se pierde entre la niebla y el smog.
Voy pasando por todos aquellos lugares que durante 9 meses al año, 4 semanas al mes, 5 días a la semana y 1 vez por día me veo obligado a transitar como el personaje de una película de amor que un gordo solitario se sienta a ver noche tras noche, ingiriendo cantidades bíblicas de helado mientras llora por su atrofia emocional y amorosa.
– Ahí esta el telo –. Veo salir a una parejita joven, bromeando y riendo. A él lo vi la semana pasada manejando un Ford Focus – Probablemente el que esta estacionado en aquella esquina en este momento –. Pero a ella es la primera vez que la veo, como a todas las chicas a las que trae aquél tipo, siempre por primera y ultima vez. Sigo caminando. La gente persiste en correr a mi alrededor por todo; Para cruzar la vía del tren, para escapar sin el menor éxito de la lluvia, para llegar más rápido, sin necesidad, a quien sabe donde, y yo le doy largas pitadas a mi cigarrillo, mirando entretenido. La incandescencia llega a quemar la segunda quinta parte de mi cigarrillo y, como es de esperar, estoy cruzando la vía del tren, otrora hogar del violador en serie del que las viejas chismosas de noticiero de Belgrano se habían encariñado en los últimos meses. Si todo es correcto, ahora debería cruzarme con aquella chica, la chica que siempre camina apurada - Efectivamente, la veo venir –. Siempre fumando sus cigarrillos marca Camel – Una vez la vi tirar una colilla y no pude resistir examinarla –. Hoy lleva un pesado sobretodo gris, de hombre, que le queda extremadamente grande y bajo su brazo, una carpeta -. Las líneas que bajan desde su nariz hasta la comisura de sus labios aparecen cada día, cada encuentro, cada cruce, más marcadas, más decididas a formar una permanente marca en su rostro cansado. Joven, pero cansado, quizás de la maldita rutina, de apurarse para lograr un fin que no beneficia o no interesa a nadie que le importe. Y mucho menos a ella. Quizás trabaja para un jefe explotador, quizás su madre esta internada en el hospital y tiene que apurarse luego de salir del trabajo para verla antes de que termine el horario de visita. O quizás carga algo con lo que no quiere que la sorprendan; Acaso algo ilegal, o un profundo y terrible secreto. Cada día que la veo se me ocurre algo diferente, pero lo que es seguro es que, sea lo que sea, es una terrible y pesada tarea la que tiene que cumplir. A veces me compadezco de ella y le sonrío, pero nunca, hasta ahora, lo notó. –Le sonrío, pero ella continúa caminando cabizbaja -.
La veo pasar a mi lado, sumergida en sus cavilaciones. Cavilaciones y decisiones que una chica de su edad – No pasará de los 20 – No debería tener que tomar. Me tiento a voltear y verla alejarse, pero de hacerlo me perdería lo que tengo adelante. Lo que todavía no vi.
Examino mi cigarrillo. La tercera quinta parte esta ardiendo a la mitad y como siempre, estoy parado en la esquina frente al vidrio del pub en el que siempre está aquel viejito bien vestido, tomándose su copa de vino y leyendo aquél libro, el de tapa roja y negra cuyo autor nunca alcanzo a distinguir, pero que viene leyendo hace ya varios meses. Enrealidad solo sostiene el libro frente a sus ojos, pero estoy seguro que toda su atención se centra, igual que en la chica del sobretodo, en sus propios pensamientos y no en él libro. A veces está horas contemplando la misma página, ensimismado y con la mirada perdida – Una vez entré a mirarlo, con la excusa de comer algo y lo observé mientras se perdía en un abismo, sujetando aquél grueso libro -.
Sus ropas varían, pero el conjunto es siempre el mismo: Una boina cuadriculada, una camisa debajo de un pulover con escote en “V” y pantalones de gamuza de color pastel. Como si cumpliera con las reglas de vestir que quizás fueran las de su vida de antaño, regida por algún particular capricho u obligación a la que ahora, tal vez por temor o por nostalgia, sigue sometido.
Lo miro hasta que, por el ángulo, el libro se interpone entre mis ojos y los suyos, perdidos.
La cuarta quinta parte comienza a arder. Este es el tramo más aburrido, porque nunca hay nadie interesante: Algún vecino paseando a su perro esporádicamente, el verdulero que se para en la puerta de su negocio a mirar a la gente que pasa – A mi nunca me mira. – y los alumnos del Normal 9 que salen hablando siempre de fútbol y demás trivialidades mientras se empujan y se insultan mutuamente por cuestiones que escapan a mi comprensión, y ganas de comprender.
Mis zapatillas empapadas hacen ruido de sopapa cuando camino, y me gusta formar melodías o ritmos con mis pasos y golpeando mis dedos contra los objetos y paredes que encuentro a mi paso. Siempre parezco terminar formando la misma, una que me lleva a mi niñez, que tengo el recuerdo de haber escuchado tocar en su batería a mi primo mayor, a quien yo admiraba porque siempre se andaba metiendo en proyectos copados y muy adultos; Siempre independiente, seguro de si mismo. - ¡Pensar que ahora tiene ataques de pánico casi todos los días! -.
Llego rápidamente a la mejor parte de mi cigarrillo, la última, en la que la veo aparecer a ella. Se mueve siempre rítmicamente con el ruido de las hojas de los árboles, incluso en otoño cuando aquel ruido se torna en un silbido casi desesperante, un ruido que carga soledad y recuerdos de malestares antiguos. Su cuerpo se mueve a su compás y lo vuelve una dulce melodía de danza que ella interpreta para todos los que transitan por aquella vereda. Lleva siempre un morral colorido, de esos que venden los hippies en las ferias artesanales y en los negocios de los supuestos “Productos nacionales” para turistas – Lo que me gusta llamar “Mc Recuerdos prefabricados” -. Viste el uniforme blanco con pollera azul del colegio al que va. Nunca me deja ver el emblema, tapado por su largo pelo castaño que cae enrulado hacia delante. La soga del morral separa sus pechos, que se mueven al compás del ritmo de la misma melodía que danza para nosotros, tras su chomba y ropa interior blancos. Sus piernas, firmes, se mueven a velocidad constante, como si nada las pudiera detener y nada parara su ímpetu, su deseo de llegar a donde sea que esté llendo, decidida a que nadie se interpondrá en su camino. Me gusta mucho mirar sus piernas, pero lo que más me atrae es su cara. Es la única que he visto jamás en mi vida, en mis tantas horas pasadas en la calle, caminando con o sin rumbo, observando y estudiando a la gente, que siempre luce una leve sonrisa en sus labios. No la clase de sonrisa burlona que ponemos cuando recordamos un chiste, ni la que ponemos cuando vemos algo gracioso o cuando rememoramos algo que nos dijeron que nos hizo feliz. Su sonrisa es diferente, como si cada momento de su vida, todo instante que vive, cada paso que da, cada centímetro que se acerca a su destino, la hiciera feliz y le recordara constantemente su razón para hacer lo que hace; su rutina diaria.
Siempre la observo, verla no me resulta extraño pero, sin embargo, cada vez que la veo me llevo una sorpresa. Me quedo atrapado y algo nuevo en ella me cautiva, aunque siempre sea la misma, vestida igual y llendo en la misma dirección mientras baila al compás de la misma melodía.
A veces quisiera hablarle, pero temo que mi irrupción, la irrupción de un elemento extraño en su rutina, destruya por completo la misma cosa que me atrae en ella en primer lugar. Que de alguna manera mi entrada en su rutina, en su vida, en sus costumbres, en ella misma, influencie la pureza que la cubre, que la distingue del resto de los personajes que veo cuando recorro aquellas 8 cuadras todos los días.
Siempre se repite el mismo proceso: Las ganas de hablarle, luego el miedo a hacerlo y, cuando ya es muy tarde, la resolución a hacerlo al día siguiente. Este día no tiene por qué ser la excepción. Pero encuentro que la chica vuelve a sorprenderme. No solo por eso que tiene que siempre me sorprende, sino por otra cosa. Esta vez me esta mirando a los ojos, en lugar de tener su mirada clavada hacia delante y, lo que es mas raro, de algún recoveco de mi interior emana la fuerza suficiente como para sostenerle la mirada – ¡Hasta sonreírle! -.
La veo pasar a mi lado y la sigo de reojo hasta que me veo obligado a girar mi cabeza para verla alejarse.
Termino mi cigarrillo; Llegué a cabildo. Lo tiro en el tacho de basura naranja de la esquina y me siento a esperar a mi colectivo. Definitivamente mañana hablaré con ella.
Veo venir mi transporte y me subo. Veo que tras el volante esta el conductor que tiene tatuado un conejo en la mano. Sonrío – Osea que tengo tiempo suficiente para escuchar mi cd copilado – y me pongo a escuchar mi cd, silbando y moviéndome en mi asiento, al compás del rock and roll.
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