Cuesta entender (y mucho más aceptar) que hay una verdad distinta a la que la "realidad" nos suele ofrecer. Quizás porque nunca fuimos más allá de lo que nos acontece, o tal vez porque nos tragamos el falso discurso: la falsa premisa de que todo lo que nos auspicia es verídico o, en cierto modo, real. La verdad supera a la ficción, y la ficción se revela ante nuestra verdad, construyendo ya no un puente a lo impensado o lo incomprensible, sino un pasaje a lo incomprendido de nuestra existencia; forjando métodos, normas y pautas que exageran nuestra verosimilitud, llevándonos a un estado y/o estadio de in-existencia propio de la inestabilidad que caracteriza nuestro tiempo y espacio. Ya no vale (ni sirve) pelear por tus ideales, porque ya no son tuyos. No hay tiempo ni espacio para apostar a tus sueños, sino lúgubres metas que esconden retazos de tesoros hundidos; alcances prohibidos que ocultan placer, dicha y espontaneidad. Ser o no ser ya no es la cuestión. Parecer, simular o emular lo banal delimita la pauta, prevaleciendo lo semejante a lo original, convalesciendo lo propio a lo parecido, la identidad a la vulgaridad. En ratings y ringtones forjamos nuestro ideal, sucumbiendo a la era de lo tecnológico por sobre lo natural, y estrechando un lazo infinito hacia lo insensible y tridimensional.
Pasión de multitudes, lírica de masas y ritual de lo mundano; matriz-de-in-sumo-producto derivada de discursos insatisfechos y consumismo decreciente; conformismo por excelencia y deidad de lo incomprensible; ficción de la realidad y realidad ficcionalizada; maqueta imperfecta de sueños frustrados y soles incandescentes que abrigan mentiras, codicias y envidias. Somos urbanos (y vanos seres) que sin comprenderlo (o no queriendo comprender), formamos parte de un mismo sistema, ideado y perpetrado por una constante inquietud, espejo de nuestras miserias y deseos más íntimos: la moda que elegimos parecer ante la posibilidad de ser, realmente, lo que debiéramos ser.
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