En una noche de mucha piscola, conversaciones inconducentes y animosidades extrañas, entre todos los que nos reunimos en aquel sucucho surgió una pregunta amenazadora: ¿Será muy pronto para revisar nuestro momento de “gloria musical”?...Claro, algo extraño, considerando que la mayoría de nosotros recién había traspasado el cuarto de siglo. Pretencioso, dirían otros.
Indefectiblemente, gústenos o no, crecimos con los ’90, con el híbrido demócrata-autoexcluyente, con el miedo aún no cicatrizado, con el nihilismo tatuado en el poto, como para burlarnos de todo y de todos (niahiísmo, decía un profe sulfurado por nuestra actitud). Crecimos hacia adentro porque no aprendimos durante la infancia a hacerlo hacia fuera. Y envolvente, amenazante y muy dispuesto a representarnos, apareció el grunge, para que, de manera sarcástica, un grupo de neopensadores cuasi intelectuales nos tildara con el mote de “Generación X”.
Camisas leñadoras, bermudas verdes, pelo largo arregladamente despeinado, pero no tan largo ni tan arreglado como para pasar por Glam. Es cierto, no existía un “look” específico, podías vestir todo de negro, escuchar el Homónimo de Metallica todo el día y aún así ser grunge. Era algo que nos superaba, que, quisiéramos o no, sabíamos iba a ser parte de nuestra historia de vida, de nuestro crecimiento adolescente.
Ya estaban instalados allí Soundgarden, Nirvana, Pearl Jam (y su experimento Vedderiano Temple of the Dog, quizás lo mejor que se hizo), Alice in Chains, Mother Love Bone y un largo etcétera. Todos queríamos tener la postura de Cobain, la voz de Cornell, la apatía de Eddie. Todos arrastrábamos oídos preparados para las guitarras, a punta de “ochentear” con Iron Maiden, Aerosmith, e incluso Mötley Crue y su maquillaje asexual.
Éramos muy jóvenes para drogarnos, pero si caía Prozac en nuestras manos no lo hubiéramos dudado. Aún muy imberbes para comprender Singles, la película con que Cameron Crowe quiso representar este mundo, aunque de igual manera la vimos y la re-vivimos. No llegábamos a captar en su totalidad la letra de “Smell Like Teen Spirit”, pero aún así la gritábamos y bailábamos, como sabiendo que era “nuestro himno”.
Tiempos en los que no decíamos “te quiero”, sino que le cantábamos “Amor Violento” a cuanta fémina de turno golpeara nuestro corazón. De pronto Concepción se convirtió en nuestra propia adaptación de Seattle, con Los Tres a la cabeza, cargados de ironía, antipatía y egocentrismo. Vivimos conjuntamente ambos mundos, el yanqui y el criollo, e hicimos de ellos nuestra propia expresión. No nos importaba mezclar “Even Flow” con “Flores Secas”, saber que ambas puertas musicales conducían a distintos lados, lo importante era entender que “eso” era lo que a cada momento surgía de nuestra cabeza de forma incongruente y febril.
Los 90 no fueron años de regocijo, de amores indisolubles ni de sueños cumplidos. Jamás representaron a toda la tropa de ingenuos que la vivimos. Por lo menos no representó lo que muchos dijeron al referirse a la “Generación X”. Los 90 fueron años de olvido, de gritos, de desgarrar el inconsciente y desde esa inconsciencia comenzar a entender. La época en la que empezar a despertar fue más difícil que soñar con el suicidio.
Fue una de las pocas veces en que Estados Unidos la llevó en materia musical. Acostumbrados a la supremacía creativa de los ingleses, supusimos que el Grunge no pretendía romper moldes musicales, sino que atacar nuestras neuronas, nuestro ello más íntimo, remecer el estancamiento y llevarnos hacia adentro. Por eso no extrañó que empezara a morir con la “intromisión” de bandas como Bush, que no sólo le hizo un flaco favor a la movida, sino que también deshonró años de vanguardia inglesa, que en ese entonces intentaban rescatar el sicodelismo de los 60 con bandas como Stone Roses y Happy Mondays (mientras Barret, se seguro, reía como loco...o como puede).
Otro claro síntoma fue escuchar, al unísono, dos canciones con el mismo nombre: “Creep” de los Stone Temple Pilots y “CREEEEP” (valga la diferencia) de los británicos Radiohead. Ambos se sentían bichos raros, pero por algún motivo le creímos más a Tom Yorke, que con su ojo tiritón comenzaba a pavimentar el sentimiento de los años venideros, la angustia post-grunge, el dolor de habernos visto tal cual somos.
Los Pearl Jam siguen sonando, pero sentimos ese mismo sabor añejo que dejó el Pink Floyd o los KISS de los 90. Siempre habrá reminiscencias de lo que pudo ser y se truncó en el camino, tal vez por la esperanza de que algún día vuelva a explotar, que se transmita y se instale para siempre, con el miedo eterno de ser un “espacio del recuerdo en la radio del recuerdo” de 20 años más. En fin, el Grunge sólo representó lo que en su momento fuimos, y no podía aspirar a más, a sabiendas de lo volubles, egoístas y experimentales que somos los que alguna vez lo vivimos. |