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Escuché “Amor Violento” de Los Tres por primera vez a mediados de 1992. Por entonces -con apenas 15 años a cuestas y evidenciando una fuerte carga hormonal- la vida parecía simple y mágica, aunque haciendo un racconto los verdaderos alcances de sufrir por amor estaban más ligados al hecho de crecer, pero con dolor.
“Cuando por primera vez te vi”, el amor a primera vista, la ilusión de compartir el crecimiento. Fue la primera canción que aprendí a tocar, en una vieja Tizona con cuerdas metálicas (adaptada) que tenía mi hermano, la cual sólo causaba sufrimiento porque hacía que las yemas de los dedos casi sangraran.
Estrenada una cálida noche de playa en Pichilemu, observé sus inmediatos efectos entre las mujeres. Puede que a la guitarra incluso le faltara una cuerda, y que los cejillos me salieran bastante malos, pero era la lírica y la pasión que se le otorgaba lo que hizo que esa noche comprendiera algo: “Amor Violento” sería, de ahí en adelante, mi caballito de batalla en pro de la conquista femenina.
A la mañana siguiente entendí que, como fuera, debía aprender a tocarla mejor en guitarra. Día tras día mis dedos se adaptaron mejor al sufrimiento, y tal vez este dolor servía para la pasión interpretativa. Aquel fin de verano me preparaba un nuevo camino: ingresaba a un nuevo colegio para concluir mis últimos dos años de estudio. La sangre corría a todo ritmo por mis venas, mientras me convencía día tras día de las capacidades afrodisíacas de la canción.
“El amor tendrá que esperar un buen rato para descansar de ti y de mí”, como si fuese capaz de acabarlo en un instante, en una mirada. Esa frase me hacía recordar el Ars Amandi de Cortázar: “Vení, vamos a la cama, no haremos el amor, él nos hará”. El amor en primera persona, el que te llama y no te suelta.
A esas alturas, la lírica de Alvaro Henríquez me había logrado convencer de amar “violentamente” (entiéndase bien este último concepto, por favor). Y comencé a practicarla, en cada reunión social, en cada recreo, en todas las actividades “extracurriculares”. Podía ser que hubiese 10 personas, pero mis ojos siempre estaban fijos en una de ellas.
No voy a decir que era un método infalible, pero solía dar dividendos. Obvio, estaban quienes ya habían caído rendidas a los pies de Kurt Cobain, y contra eso nada podías hacer. Nunca fueron amores fugaces. Sí, pudieron durar una semana, un mes, pero nunca sin huella interna, jamás sin la perenne sensación de plenitud.
“Gastaré toda mi vida en comprar la tuya”, claro que con cuenta corriente limitada y sin capacidad de sobregiro. Porque nunca hubo segundas vueltas, salvo en una oportunidad, pero con el sabor de la melancolía.
La “violencia” duró hasta el ingreso a la universidad, cuando ya no bastaba una canción para convencerlas, menos si estabas rodeado de verborreicos proyectos de periodistas. La magia existió. Si no me crees, aún puedo cantarte la canción.

Texto agregado el 16-03-2006, y leído por 98 visitantes. (0 votos)


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