Te miro desde la esquina de la sala de llegadas. Has cambiado, ya no usas ese peinado de niña distraída en el que reflejabas tu inocencia y tus juegos de malcriada, como cuando me llevabas del brazo a ver esos pequeños pájaros verdes que vivían en el bosque, y me decías cuántas ganas tenías de ser como ellos. Te inundaste de esperanza, viajaste lejos y ahora regresas.
Tus ojos no reflejan esa misma dulzura, y me ves y es como si no lo hicieras, pasa de largo tu mirada por mí sin siquiera rozar mi alma. Recuerdo cuando tus ojos traslúcidos de púber me decían tantas cosas, cosas que llego a entender sólo en estos momentos en los que te aguardo, sentado, viendo cuánto has crecido, pensando cuánto pudieron cambiar tus sentimientos.
Entonces me baja una angustia, un dolor por querer volver donde los dos éramos eternos, donde todo era puro e inocente, pero te veo y me resigno. Ya no eres la de antes, la que se reía de mis estupideces, la que lloraba junto a mí y me acompañaba en mi pena.
Pero qué más da. Te acercas a mí, con un paso seguro, un paso que en los años anteriores ni siquiera hubieras soñado tenerlo. Tontita, eras una insegura, no te creías nada, yo era tu apoyo. Cuánto te dolió partir y quedarte sola, sin nadie, aunque sabias que era lo mejor.
Ya sólo faltan pocos segundos y me sonríes, y es una sonrisa gastada por ti misma, algo que me aterroriza, porque de solo pensar en tu sonrisa de niña amiga, de adolescente compañera, me dan ganas de dar vuelta y olvidarme de ti y tu llamada desde California avisándome que regresabas.
Estás frente a mí y no te siento, no me llenas de tu aura como antaño. Me saludas, y de tu boca surge la misma voz de niña que tantas veces escuché diciéndome “te quiero”, y entonces pienso que el viaje jamás sucedió, y que junto a mí seguirás siendo la misma niña ingenua que tanto amé.
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