Parece un día triste, como tantos de otoño, el cielo me cae como apesadumbrado, a punto de llorar.
Y la gente camina sin sentido, en busca de un rompecabezas que termina en el sepulcro. Mientras unos recién comienzan a construirlo, otros están a punto de acabar.
El que va solo, lleva ruedas en los pies, se mueve con gracia, y perdonando al reloj que lo agobia. Otros resisten de a dos, tres y hasta cinco, clamando su instinto cronológico con palabras de fútbol y estudio.
Yo, sentado en la berma, debo abandonar mi sitio, cederlo a esa máquina que nos hace levantarnos tan temprano, por aquello de la congestión de motores.
Mirando el panorama me imagino a toda esta gente como un gran reloj, funcionando en torno a los engranajes que dificultan su vida, que la acortan y la humillan. Miles de pies caminando por horeros, minuteros y segunderos, oyendo el tic – tac desgarrador, que sincroniza justo con nuestros latidos, imperfectos e indecisos ante lo que nos volverá a indicar.
Y si todo esto sucede…¿Es que acaso yo estoy a salvo?
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