Es curioso como para los seres humanos una acción o circunstancia por superflua e insignificante que pueda parecer para alguno, para otro pueda resultar una muy redentora experiencia catártica.
Hoy me disponía a desayunar con mi madre, hablamos un poco pero a ella se le ocurrió tomar el teléfono. Originalmente, su deseo era charlar con su hermano mayor, pero al no encontrarlo en casa, optó por llamar a su “segunda madre”, la prima Faustina.
La conversación se desarrolló en un principio como muchas otras, es decir, centrada en los problemas cotidianos de Faustina; el recién comprado nuevo departamento, los dolores físicos, la inmensa soledad. Al parecer, la comunicación seguiría ese lento ritmo, pero hubo algo que lo rompió, un suceso inesperado; frente a la ventana de la recámara de aquel flamante apartamento, un muro se levantaba obstaculizando la vista y, sobretodo, la tranquilidad de la querida anciana. ¡Qué poca madre! Exclamó mi madre. Para cualquier observador, ésta reacción parecería del todo natural, pero en realidad, era el comienzo de la catarsis. Se lanzó, exteriorizando la tormenta de preocupaciones que llevaba dentro de sí; el odio que sentía hacía la mujer que había logrado quitarle la pensión de viudez que le otorgaban a raíz de la muerte de mi padre, la batalla tan desesperante que libraba día a día en la tienda de abarrotes que atendía…
Una catarsis, sin duda alguna.
Disminuyendo poco a poco el tono de su voz, mi madre retomó el suave ritmo de la charla rememorando el tiempo en el que ella era una niña y Faustina la prima mayor que la consentía. Después de muchas bendiciones, mi madre colgó el teléfono, terminó de desayunar y se marchó. La experiencia había terminado.
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