Comenzamos, tú y yo, jugando ajedrez con las palabras. Yo terminaba agotado en mi empeño por no rendir mis piezas y tú, punzante y valerosa, te inscribías en mi desmembrado tablero para reafirmar tus posiciones, dejándome colgando de un hatijo de angustia. Fueron numerosos lances en los cuales yo velaba mis armas, no me arriesgaba a dar pasos osados y tú allí, altanera y poderosa, aguardabas con una sonrisa triunfal mis titubeantes movidas. Lo gozabas más que yo, presentía tu serenidad en cada movimiento y también en cada pausa, y creía visualizar como tus manos serenísimas iban cercándome al norte mismo de mi indefensión, allí donde sentía la asfixia de mis argumentos y la casi rendición de mis esquemas. Nunca sentí que hiciéramos tablas porque siempre salí derrotado, aunque simulando, por simple amor propio, una onerosa victoria. Y cuando mi bastión fue tan débil que ya no cupo nada más que aceptar la dolorosa perdición, hice trampa y volteé el tablero para que las piezas salieran disparadas y jugaran al caos, fue mi última movida en ese singular lance.
Ahora, en este otro juego, más profundo y comprometido, arrojo mis piezas con soberana osadía, busco la victoria por todos los flancos, no me agoto ni me angustio. Sé que aguardas con la misma serenidad y punzante certeza, tengo claro que me descalabrarás con un solo movimiento, pero prosigo en mi intento y trato de arriar tus banderas y arrinconarte con mis intentos. En cualquier momento contraatacarás y allí quedaré informe y sin gloria, exhausto y definitivo como un cuadrado más de ese apasionante ajedrez de los afectos. Lo asumiré, nada diré y esperaré que tu ejército me asedie y me torture, que me conduzca a oscuras mazmorras y allí se me mezquinen el pan y el agua. Lo aceptaré todo porque sé que, aún en la más indigna derrota, por fin habré ganado…
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