Cuando el alba matutina me despierta
con el alado rayo azul que atraviesa las puertas,
presto me levanto creyendo que es la hora cierta
de dejar atrás ya sueños e ilusiones muertas.
Esta mañana no me despertó un timbre sonoro,
tampoco alegre el canto precisamente de un coro,
ni el rintintineo moderno, sonido de argento y oro,
sino tu voz febril que me habló locuaz como loro.
Yo soñaba que era rey, y en aventura incierta
había envuelto a un sagaz y temperado sabio;
juntos en valor, en lides y competencia abierta
hasta el más allá pasamos, sin ningún resabio.
Ciencia y audacia se unieron del todo triunfantes,
y no había secreto arcano, ni rincón terreno en el mundo
que juntos no cedieran sus veneros íntimos y adorantes,
ante el osado ataque de mi astucia y su saber profundo.
Y cuando en un paso intrépido, sobre un desfiladero en aguja,
caminábamos valerosos y desafiantes la última montaña;
sin aliento los dos, las manos unidas y al viento que empuja...
tu llamada importuna me hizo precipitar al abismo, con saña.
¿Por qué me hablaste a esta hora, así tan de mañana?
Hubieras esperado que asomara el sol, o su ocaso por la tarde;
tal vez cuando el manto de la noche hiciera la luz vana,
cuando todo es paz y silencio y el alma en ilusiones no arde.
Me hubieras hablado al menos cuando el sol moría,
para mandar con él todos tus pesares y tus quejas,
para sepultar con él, en su muerte cotidiana y sombría
el delirio que por gusto prisionera te tiene entre las rejas.
¿Por qué tuve que escuchar otra vez tu voz cansada y fría?
¿por qué fue precisamente a estas horas tan tempranas?;
ahora, tu lamento me perseguirá sin cesar por todo el día,
como cada vez, cuando me hablas así por las mañanas.
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