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Había previsto todo. Hasta el más mínimo detalle. Nada podía salir mal.
Había reunido al equipo de profesionales más impresionante con el que ladrón alguno hubiera trabajado.
Charly es ingeniero electrónico. Incluso tiene dos master en el exterior. Como era de esperarse en Argentina, trabajaba como repositor en un supermercado, pero su pasión por la ingeniería lo había llevado a perfeccionarse constantemente. Cuando lo descubrí y supe de sus antecedentes trabajé sobre su conciencia durante dos meses. Me hice su amigo, sabía todo acerca de él. Era más bueno que el quaker, casi un niño inocente, incapaz de matar una mosca, pero el día que le propuse participar en el plan sabía que iba a aceptar convertirse en delincuente.
Algo parecido pasó con el Ruso. Ingeniero en construcciones, dos posgrados en instalaciones subterráneas, uno en Japón, otro en Francia. Sus maestros construyeron varios de los túneles que conectan las islas del Japón y el túnel bajo el Canal de la Mancha. Trabajaba en una ferretería. Hice el mismo trabajo con él, y aceptó sin dudarlo. Sabía que iba a ser así.
Por mi parte, soy psiquiatra, pero tengo toda una vida de bancario, siempre en la misma sucursal de provincia. Sé cada detalle del edificio, cada movimiento. Cada vuelo de mosca que hizo sonar la alarma había ocurrido frente a mí.
Nada podía salir mal.
Dos meses estudiando los planos que copié en la sucursal, y los que había obtenido el Ruso de la oficina de catastro. Teníamos todo planeado milimétricamente.
Un mes más estuvimos esperando la oportunidad para alquilar una casa cercana al banco, jardín y apenas tres cuadras de distancia. El Ruso juraba que la distancia no era problema. Nos habíamos armado de paciencia hasta que salió la oportunidad perfecta. Invertimos la mitad de nuestros ahorros en la seña, pero teníamos la seguridad de recuperarlos con creces.
Un mes haciendo el túnel que nos llevó justo debajo de la bóveda, distribuyendo en la madrugada la tierra que sacábamos del conducto sobre los canteros del jardín, sobre la plaza, en las veredas, y en las calles de tierra más próximas, para que los vecinos no notasen nada y nada llamara la atención.
Cada cimiento que tocábamos en la construcción ratificaba que los cálculos del Ruso eran de precisión. Junto a Charly había elaborado un complejo mecanismo robotizado para controlar la excavación y sacar la tierra silenciosa y constantemente.
Los muchachos eran unos genios, y los sabían. Me obligaron a renegociar el botín. Tuve que cederles más de diez por ciento que le había prometido a cada uno y reconocerles la tercera parte a cada uno. La negociación duró casi lo mismo que las obras, y tuve que valerme de todos mis recursos psicológicos para que no me dejaran con menos, pero contaba con la ventaja de la amistad que había forjado para sumarlos al plan. Nunca se enteraron de mi verdadera profesión, pero todo el tiempo que estuvimos juntos yo seguí forjando su inconsciente, modelando sus reacciones, sembrando en lo más profundo de su cerebro las acciones que necesitaría más adelante.
Ellos tenían perfectamente elaborado todo el desarrollo técnico. El devenir de los acontecimientos sería mío.
El mismo mecanismo que llevaba la tierra hasta la casa llevaría los billetes, los valores, todo lo que pudiéramos encontrar en la bóveda. También nos llevaría a nosotros de un lado al otro, tirados por un sistema de aparejos y arneses especialmente diseñado por ambos. Unos genios, tengo que reconocerlo, y además superprofesionales. Se habían tomado tan a pecho el trabajo que habían avanzado sobre otras ramas de la ingeniería, y los resultados eran increíbles.
La primera vez que ingresé al túnel no lo podía creer. No había espacio para caminar, pero el mecanismo de arneses me llevó más de cien metros por debajo de la ciudad en menos de un minuto. El Ruso había instalado un sistema de ventilación que hacía que el aire en el pasaje estuviese incluso mejor que en la superficie. Cuando se lo comenté me dijo que unos filtros creados por Charly en base a los equipos de aclimatación de las grandes instalaciones informáticas permitía ese lujo en forma muy económica.
El problema de la bóveda no era complejo, pero requería que mientras dos de nosotros trabajábamos en la perforación del piso, el tercero desconectase la alarma. Cosa de niños al lado de lo que veníamos haciendo.
El día llegó. Un total de siete y medio millones de pesos se encontraban acumulados en la bóveda. Una rara combinación simultánea de depósitos que se daba todos los meses comenzados en miércoles. Los camiones de caudales habían hecho cola para descargar en nuestra sucursal. Más de seis millones en billetes chicos. Era ahora tendríamos que esperar diez meses.
Como no podíamos darnos vuelta en el túnel, El Ruso, que terminaría su construcción en el último minuto, en lugar de volver a la casa se haría cargo de desconectar la alarma. Charly y yo entraríamos cuando él nos avisara mediante el sistema de comunicaciones por cable (Charly no confiaba en las emisiones de radio, decía que podían ser intervenidas) que habían instalado junto al sistema de transporte.
Había tres posibles instalaciones de alarma, todas muy fáciles de desconectar desde la caja. Una simple descripción le daría a Charly la seguridad de ante cuál de ellas debíamos enfrentarnos. No había problema.
Todo había salido a la perfección. Siete millones y medio nos esperaban en apenas un par de horas. El Ruso describió la caja de la alarma y preguntó qué cable desconectar, si el de la derecha o el de la izquierda. «El rojo» dijo Charly. “Hecho” se escuchó en el receptor, y la alarma sonó al mismo tiempo que abrimos el piso de la bóveda.
Entramos en pánico. Quisimos salir y en la desesperación enredamos los cables de tracción de manera tal que quedamos inmovilizados los tres. En la media hora que tardó la policía en llegar la policía no pudimos hacer funcionar ninguno de nuestros sistemas, nos traicionaron los nervios. Lo único que no habíamos previsto era el fracaso.
Cuando nos descubrieron no tuvimos otra que entregarnos. Ninguno de ellos era una persona violenta, y cualquier intento de mi parte me hubiera expuesto a un balazo. Después nos aislaron. Durante poco menos de dos meses fuimos interrogados en forma individual, comiéndonos la cabeza pensando en qué podía haber salido mal.
La primera vez que nos encontramos en el juzgado nos miramos reprochándonos culpas mutuamente. Cuando pudimos hablar, finalmente supimos la verdad. Charly se acercó al Ruso y le preguntó “¿Qué cable cortaste?”, “El rojo”, “¿Seguro?”, “eh... bueno, juraría que fue el rojo. Soy daltónico”. Los custodios no pudieron evitar que Charly lo estrangulara. Cuando lo soltó, hacía rato que el Ruso había muerto.
Por mi parte, cuando vi la perfección del trabajo que había hecho en el cerebro de Charly, no pude evitar sonreír orgullosamente.

Texto agregado el 03-12-2003, y leído por 1067 visitantes. (18 votos)


Lectores Opinan
18-11-2009 Tanto trabajo y al final daltònico uf valor. Muy bueno lmarianela
30-06-2008 Me gusta tu estilo, seguiré leyendo. Beso Mónica PENSAMIENTO6
26-03-2008 Me encantó el cambio de curso y la fluidez en el suspenso, como siempre un excelente trabajo! mitsy
05-05-2006 Una sátira con tintes maquiavélicos. Bien. El_Quinto_Jinete
04-05-2006 muy buen final menos el acogotamiento al daltónico elidaros
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