Suelo viajar por la Ruta Nacional 34 entre la ciudad de Rosario y Tucumán, en el norte de Argentina, y siempre me sorprende la notable diferencia que existe entre los tramos que pertenecen a las provincias de Santa Fe y Santiago Del Estero. Mientras viajo por la primera, observo en ambos lados del camino, campos en plena explotación tanto agraria como ganadera. De pronto, al ingresar en Santiago, un cambio rotundo: todo es desolación y abandono.
Puede el automovilista más despistado darse cuenta facilmente de su ingreso en el agujero negro, un uniformado se encargará de confirmarlo. En realidad debiera decir un semi-uniformado, ya que a veces, estos gorditos combinan el uniforme con alguna prenda de uso civil: los pantalones por ejemplo. La forma utilizada como mensaje de bienvenida es, digamos, un tanto pasada de moda: bajo pretexto de un control vehicular, esos fulanos se acercan a la ventanilla, te hacen señas para que bajes el cristal, y con voz menesterosa solicitan una colaboración en dinero, supuestamente para combustible del vehículo oficial. En otras palabras, la clásica "coima". Por supuesto, si la colaboración supera los diez pesos, jamás te incomodarán revisando documentación alguna que acredite la titularidad del vehículo o tu habilitación para conducir; además, hasta te saludarán militarmente. Vaya esta noticia para los muchachos que se ocupan de sustraer vehículos "todo terreno" en Buenos Aires y venderlos en la "República Muy Democrática Del Paraguay": no tienen porqué preocuparse en exhibir documentación apócrifa, cuando menos, por esos lugares.
Espero que esta interesada colaboración para con esos muchachos, sea retribuida en caso de resultar yo una víctima de tales eventos. Puesto que en esos periplos resulta inevitable para este "ñoporte" pasar alguna noche de travesuras en "mi Buenos Aires querido", agradeceré llegado el caso, me dejen un par de monedas para llamar por teléfono.
Estimo necesario aclarar que precisamente en ése lugar, el mar de los sargazos santiagueño, disfruto de folklóricos recuerdos que me dejaron épocas pasadas, y me regocijo viendo una realidad que la mayoría de los mortales imagina perdida en la noche de los tiempos. En mi largo recorrido de 2.500 kilómetros entre Zapala, en la patagonia argentina, y el pueblo de Herrera, en Santiago del Estero, es el único punto donde se acostumbra coimear a la autoridad. Que no se interprete esto como un elogio a los lugares de control que debieran existir en otros puntos estratégicos. En todo ese trayecto, no tengo oportunidad de mostrar mi documentación en regla: tarjeta verde, recibos de pago de patente y seguro, oblea de revisión anual del equipo de gas, etc. Ni siquiera me permiten hacer ostentación de matafuegos, cuarta de remolque, balisas, equipo de primeros auxilios, en fin, todas esas cosas que compré asegurándome que superan las exigencias reglamentarias. Toda una terrible frustación, ya que nadie controla los vehículos ni a sus conductores en esas largas rutas de mi patria. Salvo un detalle tecnológico que el advenimiento de la electrónica ha incorporado a las muchas formas que tiene el estado de recaudar fondos para sus insaciables y superiores necesidades: el radar fotográfico. Interesante aparatito que se encarga de dejar constancia acerca del desprevenido conductor que pasó a 50 km/hora en un lugar donde la velocidad máxima permitida es 40; circunstancia ésta conocida solo por los lugareños, puesto que el desprevenido viajero no verá cartel alguno que así lo indique. El aparato en cuestión, saca una foto donde puede verse el número de patente del vehículo, la fecha, y la velocidad a que viajaba la futura víctima de tamaño rapiñaje. No tardará el incauto en recibir la multa por correo. Por supuesto, si un ebrio conduce su vehículo a velocidades suicidas en una zona urbana, podrá seguir haciéndolo, nadie lo detendrá. Pero la multa es la multa, y el objetivo de recaudar se habrá cumplido. Los intendentes sin duda alguna, demuestran astucia. Las infracciones que detecta el radar fotográfico, terminan en la basura si el infractor es del lugar, no vaya a ser cosa que se pierdan votos en las próximas elecciones. Pero si el que cayó en la trampera es de otro pueblo ¡ pobrecito !
Como los vecinos de la lindante zona urbana, se preocupan además por aquellos aspectos secundarios, por ejemplo que el desaprensivo conductor provoque victimas inocentes, han incorporado al paisaje un nuevo elemento: el "Lomo de Burro". Así le llaman a una lomita, generalmente de cemento, que provoca un choque entre la cabeza del conductor y el techo del vehículo cuando se cruza a velocidades que resultarían normales para ese lugar. Las leyes nacionales de tránsito prohiben expresamente tales recursos, pero ¿a quién se le ocurriría en mi pais respetar las leyes? Usted me dirá: a los turistas extranjeros; y yo le responderé: solo si son novatos o primerizos.
Algo que aprendí en Chile, país que sorprende siempre a los argentinos por su seriedad, es que existen carteles en la ruta que dicen "Fin Zona de restricción". Verá usted, cuando en mi pais dice "Máxima 40" nadie se ocupa de indicar hasta cuándo usted deberá viajar a 40. Si lo toma al pie de la letra, continuará viajando a esa velocidad hasta que se aburra. Por supuesto, para nosotros los argentinos, el "Máxima 40" se respeta hasta dos metros después de sobrepasar el cartel. Salvo divisar algún patrullero en las inmediaciones, cosa que no ocurre a menudo: suelen estar ocupados protegiendo a los esforzados piqueteros en su cotidiana labor de cortar rutas a diestra y siniestra; hasta por puro entrenamiento, imprescindible tarea en su honorable profesión.
Vaya a saber porqué recuerdo ahora las ocurrencias de un compañero de secundaria. En una clase de física definió con rigor científico a la unidad de tiempo. Decía él: "Un segundo es el lapso que transcurre entre la puesta en verde de un semáforo, y el bocinazo del primer pelotudo que rezonga."
Con los años uno tiende a divagar y desviarse del asunto que motiva este engendro, el cual es, contarles acerca del agujero negro. Como decía, sorprende encontrar a la vera del camino, tanto abandono en esos campos de Dios, cuando uno ingresa en la bendita provincia de Santiago del Estero. En especial, por el contraste con la Santa Fe que va quedando atrás.
"El camino del infierno está lleno de buenas intenciones"?
No es este el caso, dudo que halla existido alguna buena intención en ese camino, ni siquiera en su origen. Resulta que en el feudo se legisló acerca de un impuesto a las tierras improductivas. Bajo el pretexto de promover la explotación de los campos combatiendo la vergonzante y masiva desocupación, a la familia que detentó el poder político durante tantos años, se le ocurrió la preclara necedad de inventar un impuesto que, además de ridículo, posee características confiscatorias. Por supuesto, para ser aplicado a aquellos rebeldes que no demuestran explícitamente su simpatía por el régimen. El tema se orquestó de manera tal que los propietarios de tierras, independientemente de si estuvieran o no en explotación, debieran contar con un certificado otorgado anualmente por los cómplices de la banda, acreditando que efectivamente se encuentran en plena producción. Caso contrario y en menos de 10 años, las multas y sus intereses acumulados, superan el valor de la tierra, pasando ésta a manos de sus compinches, quienes pueden comprarla a precio vil en un remate público "arreglado" a tal efecto. No hace falta aclarar que en estos casos, normalmente se utilizan créditos del banco provincial. En especial esos créditos blandos que se otorgan entre amigos, tan amigos que nunca hará falta cancelarlos. Éstas y otras cuestiones, que trataré de recordar en el relato, no tardaron en alejar a los verdaderos productores, la gente de trabajo tiene siempre esos estúpidos prejuicios para con los que viven de lo ajeno.
Un clásico gallego, de esos creados por el Barba "para descanso del caballo", así fué mi padre. Recuerdo sus ultimos años: cuando la salud y la vejez lo privaron del mayor de sus placeres: trabajar la tierra en su "Chaupi Pozo". Decidió entonces vender la mitad de ese campo y colocar el dinero en un par de negocios de renta. Sabía ya, que todos sus aportes jubilatorios eran un impuesto, y que jamás vería una moneda de esa estafa. Si es obligatorio - decía él - está claro que no me conviene. Lo que en realidad terminó de definir la cuestión fué el cansancio. El gallego se cansó de coimear a los integrantes de la mafia para que le certificaran la verdad, esa verdad tan obvia: el campo estaba en producción ¿de qué viviría el gallego en caso contrario?
Aunque usted no lo crea, le cuento una vivencia acerca del agujero negro. La jueza de paz, fué nombrada por cuestiones políticas ¿que eso no es novedad en argentina? espera y verás...
Esta jueza no sabe leer ni escribir ¿que estoy novelizando? No mi amigo, es la pura verdad. Solo firma con un garabato y es su hija quien se ocupa de esas nimiedades, por lo que el juzgado entra en receso mientras la niña está en la escuela. Eso sí, la madre cobra por cada gestión ¿los precios? Sencillo: de acuerdo a la cara del cliente. Si éste se presenta bien vestido y con automovil nuevo: carísimo. Si se trata de un trámite sencillo para un lugareño pobre: con un par de gallinas alcanza. Cuando el trámite se complica...
- Tráigame usted un ternerito, de ésos que se pierden cuando alguien corta alambrados en campo ajeno -
Un tal Mema, estafador de profesión y con influencias políticas en la justicia, le birló al gallego buena parte de su dinero a cambio de unos documentos que aún, despues de tantos años, descansan en el cajón de algún juez, de esos a que estamos acostumbrados en argentina. El gordo disfruta mientras tanto de la buena vida que puede ofrecer el agujero negro a los dueños de la pelota. Sigue con su acostumbrada profesión en un pueblito llamado Añatuya, quizás el lugar geográfico más representativo de la zona. En el mismo pueblo, y pensando en asegurar la vejez de mi madre, el gallego prestó el resto del dinero, a baja tasa de interés y en un negocio que pensaba seguro: un préstamo con garantía hipotecaria. Un comerciante del lugar necesitaba aumentar el capital de giro en su negocio y garantizó el préstamo con la propiedad del inmueble donde funciona el supermercado. Por supuesto, todo se hizo legalmente. La deuda hipotecaria se registró en una escribanía, se pagaron los impuestos, en fin, nada escapó a las formalidades del caso.
¿Usted adivina el resultado? pues: se quedó corto.
Imagine... pues: le falta imaginación.
Nunca se pudo cobrar nada, la ejecución de la propiedad duerme también desde hace muchos años en el cajón de algún juzgado. El gallego tuvo que seguir trabajando y así muríó: Un sábado, quince minutos después de cerrar el boliche de ramos generales que le permitía sobrevivir, su viejo corazón le dijo basta mientras almorzaba. Estaba solo en ese momento.
Recuerdo que no podía creerlo, junté la documentación, fuí al estudio de un abogado de Añatuya, le pregunté cuáles eran sus honorarios y los aboné al contado y en efectivo. El tordo tenía cara de turco, un fulano chiquitito: Nasib Alconeff. Había que asegurar la vejez de mi madre y con eso no se juega, pensaba yo.
¡ Qué iluso ! Aún sabiendo que nunca se conseguirá nada, sigo renegando mientras mantengo a la vieja. Ahora que conozco el agujero negro, imagino lo que se habrá divertido el abogado que embolsó esos pesos. Supe después que también se dedica a la política y tiene algunos negocios con el tal Mema.
Las historias del agujero negro son muchas y merecen ser escritas. Aunque la narración no es mi fuerte, trataré de contarlas.
La porción de campo que mencioné, fué vendida a unos ganaderos de la provincia de Córdoba. Viera usted amigo qué belleza era ese campo, para qué contarle... Aún pueden verse algunos restos de las instalaciones, nada faltaba. Los compradores pensaban utilizarlo para cría y engorde, manejándolo a distancia y empleando gente del lugar. Pobres ilusos, no sabian lo del agujero negro. En menos de dos años les robaron todo, desde los animales hasta las chapas con que estaban hechos los galpones, desde las mangas hasta las tranqueras, no dejaron siquiera las aberturas de la casa principal. Cuando ya no quedaba nada por robar, comenzó a funcionar la industria del juicio laboral. Consecuencia: los incautos cordobeses perdieron hasta las ganas de visitar ese campo.
Mucha gente compara el triángulo de las Bermudas con el que forman las ciudades de Añatuya, Bandera y Los Juríes. ¡Cuánta razón!
¿Amigo lector? No me "encaja" esa forma de dirigirme a usted. Prefiero, si me lo permite, llamarlo "compinche" en esta travesura cuasi-literaria. Así que, estimado compinche, intentaré
situarlo en esos parajes utilizando "brocha gorda" para pintar alguna característica sobresaliente que me permita dibujar los vértices del famoso triángulo.
Añatuya: un pueblo donde el cajero de supermercado no embolsa la mercadería que adquieren los clientes; se limita a arrojar las bolsas sobre el mostrador para que usted lo haga por él.
Bandera: donde los servicios de salud que prestan la curanderas se han organizado a tal punto que éstas emiten una "receta" para que la "yuyera" le provea al paciente las dosis con el "medicamento" que habrá de curar sus dolencias, tanto físicas como espirituales.
Los Juríes: Debe saber compinche, que para dar una vuelta a la manzana en ese pueblo, inevitablemente pasará usted por otro pueblo.
En cierta ocación, un viejo lugareño de numerosa familia y muy amigo de mi padre, estaba atravesando por una delicada situación financiera, en otras palabras, se estaba cagando de hambre. Le habían robado la majadita de cabras privándolo de su única fuente de recursos alimentarios y económicos ¿denuncia e investigación? Totalmente inútiles en el agujero negro. Por la amistad que los unía, arreglaron el siguiente negocio: el hombre y sus hijos trabajarían de hacheros preparando diez mil postes, de los que se utilizan para alambrados, en el campo que aún le quedaba al gallego. Una vez cortados y labrados, se repartirían por partes iguales el producto de la venta. Contaba mi padre del empeño que puso ese amigo y toda su familia en el trabajo. Con la habilidad propia de los hacheros del lugar y largos meses de sacrificio, consiguieron reunir casi ocho mil postes, poco faltaba para concretar la venta.
El pueblo más cercano al lugar donde esa familia trabajaba, distante apenas ocho kilómetros, se llama Mailín. El lugar es muy conocido en las provincias del norte por celebrarse anualmente una fiesta, entre pagana y religiosa, donde se rinde culto a un supuesto árbol milagroso mientras se disfruta de grandes espectáculos musicales. Suelen juntarse en esa fiesta hasta diez mil almas y sorprende el transito de camiones repletos de vino y cerveza. Aunque usted no lo crea, en esas ocaciones se alquilan las veredas por metro cuadrado para que la concurrencia pueda ocuparlas. Ni quiera imaginarse alguna cosa relacionada con sanitarios, y eso que la festichola ocupa toda la semana.
El caso es que la familia de hacheros interrumpió sus tareas para cumplir con el Señor de Mailín, había que agradecerle la buena fortuna de tener trabajo. Terminado el saraquete, retornaron al obraje y vieron por fin un milagro: los postes habían desaparecido.
Buen dinero gastó mi padre comprando una investigación. Los uniformados encontraron parte de los postes robados ¿Se imagina dónde? pues: frío... frío... Mire, se lo voy a decir porque no acertará nunca: ¡en poder del "santo" de Mailín!
Así es, los muchachos donaron parte del botín a la iglesia, lo que aquí se conoce como el famoso "diego"; que suena como diezmo pero con menos solemnidad y mucha mas picardía. ¿Denuncia, pruebas, expediente? El cura habló con el juez para que olvidara el asunto. Los muchachos eran además militantes del partido gobernante y ocurrió el segundo milagro: quedaron libres. La documentación se perdió. ¿que no es posible? Amigo, todo es posible en el agujero negro.
Si sigo contando anécdotas, esto se tornará cada vez mas inverosímil. Sin embargo, hay una que no tiene desperdicio. Sabrán todos que el robo de ganado es algo muy común en la zona, se conocen familias que han practicado esa actividad por generaciones, alcanzando tan notoria celebridad que sus nombres se conocen más allá de las fronteras. Una de estas familias ocupaba, en carácter por supuesto de intrusos, un campo lindero al de mi padre. Se conformaban con poco, un ternero cada semana. El gallego puso plata en la comisaría del lugar para que los cuatreros buscaran nueva ocupación. El comisario se movió, la plata era suficiente como para que un par de muchachos terminaran en el hospital. A partir de ese momento, todos los meses, aparecía el móvil del destacamento a buscar su dinerillo. El viejo sacó sus cuentas, suspendió el pago extra en concepto de seguridad y aceptó finalmente que mucho más barato resultaba perder un ternero por semana. Todo volvió a ser como antes, una especie de impuesto local.
Después de toda una vida de trabajo, el viejo descansa por fin. Está en el cementerio de Herrera, trasladarlo implicaría alejarlo del lugar, e impedir que alguna vez, su alma gallega pueda recuperar aquellos sueños perdidos...
ergo
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